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Valera, Juan / Pepita Jiménez No hagamos de Pepita una Fedra y de mí un Hipólito. Lo que sí empieza a sorprenderme es el descuido y plena seguridad de mi padre. Perdone usted, pídale a Dios que perdone mi orgullo; de vez en cuando me pica y enoja la tal seguridad. Pues qué, me digo, ¿soy tan adefesio para que mi padre no tema que, a pesar de mi supuesta santidad, o por mi misma supuesta santidad, no pueda yo enamorar, sin querer, a Pepita? Hay un curioso raciocinio, que yo me hago, y por donde me explico, sin lastimar mi amor propio, el descuido paterno en este asunto importante. Mi padre, aunque sin fundamento, se va considerando ya como marido de Pepita, y empieza a participar de aquella ceguedad funesta que Asmodeo u otro demonio más torpe infunde a los maridos. Las historias profanas y eclesiásticas están llenas de esta ceguedad, que Dios permite, sin duda para fines providenciales. El ejemplo más egregio quizás es el del emperador Marco Aurelio, que tuvo mujer tan liviana y viciosa como Faustina, y, siendo varón tan sabio y tan agudo filósofo, nunca advirtió lo que de todas las gentes que formaban el imperio romano era sabido; por donde, en las meditaciones o memorias que sobre sí mismo compuso, da infinitas gracias a los dioses inmortales porque le habían concedido mujer tan fiel y tan buena, y provoca la risa de sus contemporáneos y de las futuras generaciones. Desde entonces, no se ve otra cosa todos los días, sino magnates y hombres principales que hacen sus secretarios y dan todo su valimiento a los que le tienen con su mujer. De esta suerte me explico que mi padre se descuide, y no recele que, hasta a pesar mío, pudiera tener un rival en mí. Sería una falta de respeto, pecaría yo de presumido e insolente, si advirtiese a mi padre del peligro que no ve. No hay medio de que yo le diga nada. Además, ¿qué había yo de decirle? ¿Que se me figura que una o dos veces Pepita me ha mirado de otra manera que como suele mirar? ¿No puede ser esto ilusión mía? No; no tengo la menor prueba de que Pepita desee siquiera coquetear conmigo. ¿Qué es, pues, lo que entonces podría yo decir a mi padre? ¿Había de decirle que yo soy quien está enamorado de Pepita, que yo codicio el tesoro que ya él tiene por suyo? Esto no es verdad; y sobre todo, ¿cómo declarar esto a mi padre, aunque fuera verdad, por mi desgracia y por mi culpa? Lo mejor es callarme; combatir en silencio, si la tentación llega a asaltarme de veras; y tratar de abandonar cuanto antes este pueblo y de volverme con Vd. * * * * * _19 de Mayo_. Gracias a Dios y a Vd. por las nuevas cartas y nuevos consejos que me envía. Hoy los necesito más que nunca. Razón tiene la mística doctora Santa Teresa cuando pondera los grandes trabajos de las almas tímidas que se dejan turbar por la tentación: pero es mil veces más trabajoso el desengaño para quienes han sido, como yo, confiados y soberbios. Templos del Espíritu Santo son nuestros cuerpos, mas si se arrima fuego a sus paredes, aunque no ardan, se tiznan. La primera sugestión es la cabeza de la serpiente. Si no la hollamos con planta valerosa y segura, el ponzoñoso reptil sube a esconderse en nuestro seno. El licor de los deleites mundanos, por inocentes que sean, suele ser dulce al paladar, y luego se trueca en hiel de dragones y veneno de áspides. Es cierto: ya no puedo negárselo a Vd. Yo no debí poner los ojos con tanta complacencia en esta mujer peligrosísima. No me juzgo perdido; pero me siento conturbado. Como el corzo sediento desea y busca el manantial de las aguas, así mi alma busca a Dios todavía. A Dios se vuelve para que le dé reposo, y anhela beber en el torrente de sus delicias, cuyo ímpetu alegra el Paraíso, y cuyas ondas claras ponen más blanco que la nieve; pero un abismo llama a otro abismo, y mis pies se han clavado en el cieno que está en el fondo. Sin embargo, aún me quedan voz y aliento para clamar con el Salmista: ¡Levántate, gloria mía! Si te pones de mi lado, ¿quién prevalecerá contra mí? Yo digo a mi alma pecadora, llena de quiméricas imaginaciones y de vagos deseos, que son sus hijos bastardos: ¡Oh, hija miserable de Babilonia; bienaventurado el que te dará tu galardón: bienaventurado el que deshará contra las piedras a tus pequeñuelos! Las mortificaciones, el ayuno, la oración, la penitencia serán las armas de que me revista para combatir y vencer con el auxilio divino. No era sueño, no era locura; era realidad. Ella me mira a veces con la ardiente mirada de que ya he hablado a Vd. Sus ojos están dotados de una atracción magnética inexplicable. Me atrae, me seduce, y se fijan en ella los míos. Mis ojos deben arder entonces, como los suyos, con una llama funesta; como los de Amón cuando se fijaban en Tamar; como los del príncipe de Siquén cuando se fijaban en Dina. Al mirarnos así, hasta de Dios me olvido. La imagen de ella se levanta en el fondo de mi espíritu, vencedora de todo. Su hermosura resplandece sobre toda hermosura; los deleites del cielo me parecen inferiores a su cariño; una eternidad de penas creo que no paga la bienaventuranza infinita que vierte sobre mí en un momento con una de estas miradas, que pasan cual relámpago. Cuando vuelvo a casa, cuando me quedo solo en mi cuarto, en el silencio de la noche, reconozco todo el horror de mi situación, y formo buenos propósitos, que luego se quebrantan. Me prometo a mí mismo fingirme enfermo, buscar cualquier otro pretexto para no ir a la noche siguiente en casa de Pepita, y sin embargo voy. Mi padre, confiado hasta lo sumo, sin sospechar lo que pasa en mi alma, me dice cuando llega la hora: --Vete a la tertulia. Yo iré más tarde, luego que despache al aperador. Yo no atino con la excusa, no hallo el pretexto, y en vez de contestar;--no puedo ir--, tomo el sombrero y voy a la tertulia. Al entrar, Pepita y yo nos damos la mano, y al dárnosla me hechiza. Todo mi ser se muda. Penetra hasta mi corazón un fuego devorante, y ya no pienso más que en ella. Tal vez soy yo mismo quien provoca las miradas si tardan en llegar. La miro con insano ahínco, por un estímulo irresistible, y a cada instante creo descubrir en ella nuevas perfecciones. Ya los hoyuelos de sus mejillas cuando sonríe, ya la blancura sonrosada de la tez, ya la forma recta de la nariz, ya la pequeñez de la oreja, ya la suavidad de contornos y admirable modelado de la garganta. Entro en su casa, a pesar mío, como evocado por un conjuro; y, no bien entro en su casa, caigo bajo el poder de su encanto; veo claramente que estoy dominado por una maga, cuya fascinación es ineluctable. No es ella grata a mis ojos solamente, sino que sus palabras suenan en mis oídos como la música de las esferas, revelándome toda la armonía del universo y hasta imagino percibir una sutilísima fragancia, que su limpio cuerpo despide, y que supera al olor de los mastranzos que crecen a orillas de los arroyos y al aroma silvestre del tomillo que en los montes se cría. Excitado de esta suerte, no sé cómo juego al tresillo, ni hablo, ni discurro con juicio, porque estoy todo en ella. Cada vez que se encuentran nuestras miradas, se lanzan en ellas nuestras almas, y en los rayos que se cruzan, se me figura que se unen y compenetran. Allí se descubren mil inefables misterios de amor, allí se comunican sentimientos que por otro medio no llegarían a saberse, y se recitan poesías que no caben en lengua humana, y se cantan canciones que no hay voz que exprese ni acordada cítara que module. Desde el día en que vi a Pepita en el Pozo de la Solana, no he vuelto a verla a solas. Nada le he dicho ni me ha dicho, y sin embargo nos lo hemos dicho todo. Cuando me sustraigo a la fascinación, cuando estoy solo por la noche en mi aposento, quiero mirar con frialdad el estado en que me hallo, y veo abierto a mis pies el precipicio en que voy a sumirme, y siento que me resbalo y que me hundo. Me recomienda Vd. que piense en la muerte; no en la de esta mujer, sino en la mía. Me recomienda Vd. que piense en lo inestable, en lo inseguro de nuestra existencia, y en lo que hay más allá. Pero esta consideración y esta meditación ni me atemorizan ni me arredran. ¿Cómo he de temer la muerte cuando deseo morir? El amor y la muerte son hermanos. Un sentimiento de abnegación se alza de las profundidades de mi ser, y me llama a sí, y me dice que todo mi ser debe darse y perderse por el objeto amado. Ansío confundirme en una de sus miradas; diluir y evaporar toda mi esencia en el rayo de luz que sale de sus ojos; quedarme muerto mirándola, aunque me condene. Lo que es aún eficaz en mí contra el amor, no es el temor, sino el amor mismo. Sobre este amor determinado, que ya veo con evidencia que Pepita me inspira, se levanta en mi espíritu el amor divino, en consurrección poderosa. Entonces todo se cambia en mí, y aun me promete la victoria. El objeto de mi amor superior se ofrece a los ojos de mi mente como el sol que todo lo enciende y alumbra llenando de luz los espacios; y el objeto de mi amor más bajo, como átomo de polvo que vaga en el ambiente y que el sol dora. Toda su beldad, todo su resplandor, todo su atractivo, no es más que el reflejo de ese sol increado, no es más que la chispa brillante, transitoria, inconsistente, de aquella infinita y perenne hoguera. Mi alma, abrasada de amor, pugna por criar alas, y tender el vuelo, y subir a esa hoguera, y consumir allí cuanto hay en ella de impuro. Mi vida, desde hace algunos días, es una lucha constante. No sé cómo el mal que padezco no me sale a la cara. Apenas me alimento; apenas duermo. Si el sueño cierra mis párpados, suelo despertar azorado, como si me hallase peleando en una batalla de ángeles rebeldes y de ángeles buenos. En esta batalla de la luz contra las tinieblas, yo combato por la luz; pero tal vez imagino que me paso al enemigo, que soy un desertor infame; y oigo la voz del águila de Patmos que dice: «Y los hombres prefirieron las tinieblas a la luz»; y entonces me lleno de terror y me juzgo perdido. No me queda más recurso que huir. Si en lo que falta para terminar el mes, mi padre no me da su venia y no viene conmigo, me escapo como un ladrón; me fugo sin decir nada. * * * * * _23 de Mayo_. Soy un vil gusano y no un hombre: soy el oprobio y la abyección de la humanidad; soy un hipócrita. Me han circundado dolores de muerte, y torrentes de iniquidad me han conturbado. Vergüenza tengo de escribir a Vd., y no obstante le escribo. Quiero confesárselo todo. No logro enmendarme. Lejos de dejar de ir a casa de Pepita, voy más temprano todas las noches. Se diría que los demonios me agarran de los pies y me llevan allá sin que yo quiera. Por dicha, no hallo sola nunca a Pepita. No quisiera hallarla sola. Casi siempre se me adelanta el excelente padre vicario, que atribuye nuestra amistad a la semejanza de gustos piadosos, y la funda en la devoción, como la amistad inocentísima que él le profesa. El progreso de mi mal es rápido. Como piedra que se desprende de lo alto del templo y va aumentando su velocidad en la caída, así va mi espíritu ahora. Cuando Pepita y yo nos damos la mano, no es ya como al principio. Ambos hacemos un esfuerzo de voluntad, y nos transmitimos, por nuestras diestras enlazadas, todas las palpitaciones del corazón. Se diría que, por arte diabólico, obramos una transfusión y mezcla de lo más sutil de nuestra sangre. Ella debe de sentir circular mi vida por sus venas, como yo siento en las mías la suya. Si estoy cerca de ella, la amo; si estoy lejos, la odio. A su vista, en su presencia, me enamora, me atrae, me rinde con suavidad, me pone un yugo dulcísimo. Su recuerdo me mata. Soñando con ella, sueño que me divide la garganta como Judith al capitán de los asirios, que me atraviesa las sienes con un clavo, como Jael a Sisara; pero a su lado, me parece la esposa del _Cantar de los Cantares_, y la llamo con voz interior, y la bendigo, y la juzgo fuente sellada, huerto cerrado, flor del valle, lirio de los campos, paloma mía y hermana. Quiero libertarme de esta mujer y no puedo. La aborrezco y casi la adoro. Su espíritu se infunde en mí al punto que la veo, y me posee, y me domina, y me humilla. Todas las noches salgo de su casa diciendo: esta será la última noche que vuelva aquí; y vuelvo a la noche siguiente. Cuando habla, y estoy a su lado, mi alma queda como colgada de su boca; cuando sonríe, se me antoja que un rayo de luz inmaterial se me entra en el corazón y le alegra. A veces, jugando al tresillo, se han tocado por acaso nuestras rodillas, y he sentido un indescriptible sacudimiento. Sáqueme Vd. de aquí. Escriba Vd. a mi padre que me dé licencia para irme. Si es menester, dígaselo todo. Socórrame Vd. ¡Sea Vd. mi amparo! * * * * * _30 de Mayo_. Dios me ha dado fuerzas ara resistir y he resistido. Hace días que no pongo los pies en casa de Pepita; que no la veo. Casi no tengo que pretextar una enfermedad porque realmente estoy enfermo. Estoy pálido y ojeroso; y mi padre, lleno de afectuoso cuidado, me pregunta qué padezco y me muestra el interés más vivo. El reino de los cielos cede a la violencia, y yo quiero conquistarle. Con violencia llamo a sus puertas para que se me abran. Con ajenjo me alimenta Dios para probarme, y en balde le pido que aparte de mí ese cáliz de amargura: pero he pasado y paso en vela muchas noches, entregado a la oración, y ha venido a endulzar lo amargo del cáliz una inspiración amorosa del espíritu consolador y soberano. He visto con los ojos del alma la nueva patria, y en lo más íntimo de mi corazón ha resonado el cántico nuevo de la Jerusalén celeste. Si al cabo logro vencer, será gloriosa la victoria; pero se la deberé a la Reina de los Ángeles, a quien me encomiendo. Ella es mi refugio y mi defensa; torre y alcázar de David, de que penden mil escudos y armaduras de valerosos campeones; cedro del Líbano que pone en fuga a las serpientes. En cambio, a la mujer que me enamora de un modo mundanal, procuro menospreciarla y abatirla en mi pensamiento, recordando las palabras del Sabio y aplicándoselas. Eres lazo de cazadores, la digo; tu corazón es red engañosa y tus manos redes que atan: quien ama a Dios huirá de ti, y el pecador será por ti aprisionado. Meditando sobre el amor, hallo mil motivos para amar a Dios y no amarla. Siento en el fondo de mi corazón una inefable energía que me convence de que yo lo despreciaría todo por el amor de Dios: la fama, la honra, el poder y el imperio. Me hallo capaz de imitar a Cristo; y si el enemigo tentador me llevase a la cumbre de la montaña y me ofreciese todos los reinos de la tierra, porque doblase ante él la rodilla, yo no la doblaría: pero cuando me ofrece a esta mujer, vacilo aún y no le rechazo. ¿Vale más esta mujer a mis ojos que todos los reinos de la tierra; más que la fama, la honra, el poder y el imperio? ¿La virtud del amor, me pregunto a veces, es la misma siempre, aunque aplicada a diversos objetos, o bien hay dos linajes y condiciones de amores? Amar a Dios me parece la negación del egoísmo y del exclusivismo. Amándole, puedo y quiero amarlo todo por él, y no me enojo ni tengo celos de que él lo ame todo. No estoy celoso ni envidioso de los santos, de los mártires, de los bienaventurados, ni de los mismos serafines. Mientras mayor me represento el amor de Dios a las criaturas y los favores y regalos que les hace, menos celoso estoy y más le amo, y más cercano a mí le juzgo, y más amoroso y fino me parece que está conmigo. Mi hermandad, mi más que hermandad con todos los seres, resalta entonces de un modo dulcísimo. Me parece que soy uno con todo, y que todo está enlazado con lazada de amor por Dios y en Dios. Muy al contrario, cuando pienso en esta mujer y en el amor que me inspira. Es un amor de odio, que me aparta de todo, menos de mí. La quiero para mí; toda para mí y yo todo para ella. Hasta la devoción y el sacrificio por ella son egoístas. Morir por ella sería por desesperación de no lograrla de otra suerte, o por esperanza de no gozar de su amor por completo, sino muriendo y confundiéndome con ella en un eterno abrazo. Con todas estas consideraciones procuro hacer aborrecible el amor de esta mujer; pongo en este amor mucho de infernal y de horriblemente ominoso; pero como si tuviese yo dos almas, dos entendimientos, dos voluntades y dos imaginaciones, pronto surge dentro de mí la idea contraria; pronto me niego lo que acabo de afirmar, y procuro conciliar locamente los dos amores. ¿Por qué no huir de ella y seguir amándola sin dejar de consagrarme fervorosamente al servicio de Dios? Así como el amor de Dios no excluye el amor de la patria, el amor de la humanidad, el amor de la ciencia, el amor de la hermosura en la naturaleza y en el arte, tampoco debe excluir este amor, si es espiritual e inmaculado. Yo haré de ella, me digo, un símbolo, una alegoría, una imagen de todo lo bueno y hermoso. Será para mí, como Beatriz para Dante, figura y representación de mi patria, del saber y de la belleza. Esto me hace caer en una horrible imaginación, en un monstruoso pensamiento. Para hacer de Pepita ese símbolo, esa vaporosa y etérea imagen, esa cifra y resumen de cuanto puedo amar por bajo de Dios, en Dios y subordinándolo a Dios, me la finjo muerta, como Beatriz estaba muerta cuando Dante la cantaba. Si la dejo entre los vivos, no acierto a convertirla en idea pura, y para convertirla en idea pura, la asesino en mi mente. Luego la lloro, luego me horrorizo de mi crimen, y me acerco a ella en espíritu, y con el calor de mi corazón le vuelvo la vida, y la veo, no vagarosa, diáfana, casi esfumada entre nubes de color de rosa y flores celestiales, como vio el feroz Gibelino a su amada en la cima del Purgatorio, sino consistente, sólida, bien delineada en el ambiente sereno y claro, como las obras más perfectas del cincel helénico, como Galatea, animada ya por el afecto de Pigmalión, y bajando llena de vida, respirando amor, lozana de juventud y de hermosura, de su pedestal de mármol. Entonces exclamo desde el fondo de mi conturbado corazón: Mi virtud desfallece; Dios mío, no me abandones. Apresúrate a venir en mi auxilio. Muéstrame tu cara y seré salvo. Así recobro las fuerzas para resistir a la tentación. Así renace en mí la esperanza de que volveré al antiguo reposo no bien me aparte de estos sitios. El demonio anhela con furia tragarse las aguas puras del Jordán, que son las personas consagradas a Dios. Contra ellas se conjura el infierno y desencadena todos sus monstruos. San Buenaventura lo ha dicho: «No debemos admirarnos de que estas personas pecaron, sino de que no pecaron». Yo, con todo, sabré resistir y no pecar. Dios me protege. * * * * * _6 de Junio_. La nodriza de Pepita, hoy su ama de llaves, es, como dice mi padre, una buena pieza de arrugadillo: picotera, alegre y hábil como pocas. Se casó con el hijo del Maestro Cencias, y ha heredado del padre lo que el hijo no heredó: una portentosa facilidad para las artes y los oficios. La diferencia está en que el Maestro Cencias componía un husillo de lagar, arreglaba las ruedas de una carreta o hacía un arado, y esta nuera suya hace dulces, arropes y otras golosinas. El suegro ejercía las artes de utilidad: la nuera las del deleite, aunque deleite inocente o lícito al menos. Antoñona, que así se llama, tiene o se toma la mayor confianza con todo el señorío. En todas las casas entra y sale como en la suya. A todos los señoritos y señoritas de la edad de Pepita, o de cuatro o cinco años más, los tutea, los llama niños y niñas, y los trata como si los hubiera criado a sus pechos. A mí me habla de mira, como a los otros. Viene a verme, entra en mi cuarto, y ya me ha dicho varias veces que soy un ingrato, y que hago mal en no ir a ver a su señora. Mi padre, sin advertir nada, me acusa de extravagante; me llama búho, y se empeña también en que vuelva a la tertulia. Anoche no pude ya resistirme a sus repetidas instancias, y fui muy temprano, cuando mi padre iba a hacer las cuentas con el aperador. ¡Ojalá no hubiera ido! Pepita estaba sola. Al vernos, al saludarnos, nos pusimos los dos colorados. Nos dimos la mano con timidez, sin decirnos palabra. Yo no estreché la suya: ella no estrechó la mía; pero las conservamos unidas un breve rato. En la mirada que Pepita me dirigió nada había de amor, sino de amistad, de simpatía, de honda tristeza. Había adivinado toda mi lucha interior: presumía que el amor divino había triunfado en mi alma; que mi resolución de no amarla era firme e invencible. No se atrevía a quejarse de mí; no tenía derecho a quejarse de mí; conocía que la razón estaba de mi parte. Un suspiro, apenas perceptible, que se escapó de sus frescos labios entreabiertos, manifestó cuánto lo deploraba. Nuestras manos seguían unidas aún. Ambos mudos. ¿Cómo decirle que yo no era para ella, ni ella para mí?; ¡Qué importaba separamos para siempre! Sin embargo, aunque no se lo dije con palabras, se lo dije con los ojos. Mi severa mirada confirmó sus temores: la persuadió de la irrevocable sentencia. De pronto se nublaron sus ojos; todo su rostro hermoso, pálido ya de una palidez traslúcida, se contrajo con una bellísima expresión de melancolía. Parecía la madre de los dolores. Dos lágrimas brotaron lentamente de sus ojos y empezaron a deslizarse por sus mejillas. No sé lo que pasó en mí. ¿Ni cómo describirlo, aunque lo supiera? Acerqué mis labios a su cara para enjugar el llanto, y se unieron nuestras bocas en un beso. Inefable embriaguez, desmayo fecundo en peligros invadió todo mi ser y el ser de ella. Su cuerpo desfallecía y la sostuve entre mis brazos. Quiso el cielo que oyésemos los pasos y la tos del padre vicario que llegaba, y nos separamos al punto. Volviendo en mí, y reconcentrando todas las fuerzas de mi voluntad, pude entonces llenar con estas palabras, que pronuncié en voz baja e intensa, aquella terrible escena silenciosa: --¡El primero y el último! Yo aludía al beso profano; mas, como si hubieran sido mis palabras una evocación, se ofreció en mi mente la visión apocalíptica en toda su terrible majestad. Vi al que es por cierto el primero y el último, y con la espada de dos filos que salía de su boca me hería en el alma, llena de maldades, de vicios y de pecados. Toda aquella noche la pasé en un frenesí, en un delirio interior, que no sé cómo disimulaba. Me retiré de casa de Pepita muy temprano. En la soledad fue mayor mi amargura. Al recordarme de aquel beso y de aquellas palabras de despedida, me comparaba yo con el traidor Judas, que vendía besando, y con el sanguinario y alevoso asesino Joab, cuando al besar a Amasá, le hundió el hierro agudo en las entrañas. Había incurrido en dos traiciones y en dos falsías. Había faltado a Dios y a ella. Soy un ser abominable. * * * * * _11 de Junio_. Aún es tiempo de remediarlo todo. Pepita sanará de su amor y olvidará la flaqueza que ambos tuvimos. Desde aquella noche no he vuelto a su casa. Antoñona no parece por la mía. A fuerza de súplicas he logrado de mi padre la promesa formal de que partiremos de aquí el 25, pasado el día de San Juan, que aquí se celebra con fiestas lucidas, y en cuya víspera hay una famosa velada. Lejos de Pepita, me voy serenando, y creyendo que tal vez ha sido una prueba este comienzo de amores. En todas estas noches he rezado, he velado, me he mortificado mucho. La persistencia de mis plegarias, la honda contrición de mi pecho han hallado gracia delante del Señor, quien ha mostrado su gran misericordia. El Señor, como dice el Profeta, ha enviado fuego a lo más robusto de mi espíritu, ha alumbrado mi inteligencia, ha encendido lo más alto de mi voluntad, y me ha enseñado. La actividad del amor divino, que está en la voluntad suprema, ha podido en ocasiones, sin yo merecerlo, llevarme hasta la oración de quietud afectiva. He desnudado las potencias inferiores de mi alma de toda imagen, hasta de la imagen de esa mujer; y he creído, si el orgullo no me alucina, que he conocido y gozado en paz, con la inteligencia y con el afecto, del bien supremo que está en el centro y abismo del alma. Ante este bien todo es miseria; ante esta hermosura es fealdad todo; ante esta felicidad, todo es infortunio; ante esta altura todo es bajeza. ¿Quién no olvidará y despreciará por el amor de Dios todos los demás amores? Sí: la imagen profana de esa mujer saldrá definitivamente y para siempre de mi alma. Yo haré un azote durísimo de mis oraciones y penitencias, y con él la arrojaré de allí, como Cristo arrojó del templo a los condenados mercaderes. * * * * * _18 de Junio_. Ésta será la última carta que yo escriba a Vd. El veinticinco saldré de aquí sin falta. Pronto tendré el gusto de dar a Vd. un abrazo. Cerca de Vd. estaré mejor. Vd. me infundirá ánimo y me prestará la energía de que carezco. Una tempestad de encontradas afecciones combate ahora mi corazón. El desorden de mis ideas se conocerá en el desorden de lo que estoy escribiendo. Dos veces he vuelto a casa de Pepita. He estado frío, severo, como debía estar: pero ¡cuánto me ha costado! Ayer me dijo mi padre que Pepita está indispuesta y que no recibe. En seguida me asaltó el pensamiento de que su amor mal pagado podría ser la causa de la enfermedad. ¿Por qué la he mirado con las mismas miradas de fuego con que ella me miraba? ¿Por qué la he engañado vilmente? ¿Por qué la he hecho creer que la quería? ¿Por qué mi boca infame buscó la suya y se abrasó y la abrasó con las llamas del infierno? Pero no: mi pecado no ha de traer como indefectible consecuencia otro pecado. Lo que ya fue no puede dejar de haber sido, pero puede y debe remediarse. El 25, repito, partiré sin falta. La desenvuelta Antoñona acaba de entrar a verme. Escondí esta carta, como si fuera una maldad escribir a Vd. Solo un minuto ha estado aquí Antoñona. Yo me levanté de la silla para hablar con ella de pie y que la visita fuera corta. En tan corta visita, me ha dicho mil locuras que me afligen profundamente. Por último, ha exclamado, al despedirse, en su jerga medio gitana: ¡Anda, fullero de amor, _indinote_; maldecido seas; _malos chuqueles te tagelen el drupro_, que has puesto enferma a la niña, y con tus retrecherías la estás matando! Dicho esto, la endiablada mujer me aplicó de una manera indecorosa y plebeya, por bajo de las espaldas, seis o siete feroces pellizcos, como si quisiera sacarme a túrdigas el pellejo. Después se largó echando chispas. No me quejo: merezco esta broma brutal, dado que sea broma. Merezco que me atenacen los demonios con tenazas hechas ascuas. ¡Dios mío, haz que Pepita me olvide: haz, si es menester, que ame a otro y sea con él dichosa! ¿Puedo pedirte más, Dios mío? Mi padre no sabe nada; no sospecha nada. Más vale así. Adiós. Hasta dentro de pocos días, que nos veremos y abrazaremos. ¡Qué mudado va Vd. a encontrarme! ¡Qué lleno de amargura mi corazón! ¡Cuán perdida la inocencia! ¡Qué herida y qué lastimada mi alma! -II- Paralipómenos No hay más cartas de D. Luis de Vargas que las que hemos transcrito. Nos quedaríamos, pues, sin averiguar el término que tuvieron estos amores, y esta sencilla y apasionada historia no acabaría, si un sujeto, perfectamente enterado de todo, no hubiese compuesto la relación que sigue. * * * * * Nadie extrañó en el lugar la indisposición de Pepita, ni menos pensó en buscarle una causa que sólo nosotros, ella, D. Luis, el señor deán y la discreta Antoñona, sabemos hasta lo presente. Más bien hubieran podido extrañarse la vida alegre, las tertulias diarias y hasta los paseos campestres de Pepita, durante algún tiempo. El que volviese Pepita a su retiro habitual era naturalísimo. Su amor por D. Luis, tan silencioso y tan reconcentrado, se ocultó a las miradas investigadoras de doña Casilda, de Currito y de todos los personajes del lugar que en las cartas de don Luis se nombran. Menos podía saberlo el vulgo. A nadie le cabía en la cabeza, a nadie le pasaba por la imaginación, que el _teólogo_, _el santo_, como llamaban a D. Luis, rivalizase con su padre, y hubiera conseguido lo que no había conseguido el terrible y poderoso D. Pedro de Vargas: enamorar a la linda, elegante, esquiva y zahareña viudita. A pesar de la familiaridad que las señoras de lugar tienen con sus criadas, Pepita nada había dejado traslucir a ninguna de las suyas. Sólo Antoñona, que era un lince para todo, y más aún para las cosas de su niña, había penetrado el misterio. Antoñona no calló a Pepita su descubrimiento, y Pepita no acertó a negar la verdad a aquella mujer que la había criado, que la idolatraba, y que, si bien se complacía en descubrir y referir cuanto pasa en el pueblo, siendo modelo de maldicientes, era sigilosa y leal como pocas para lo que importaba a su dueño. De esta suerte se hizo Antoñona la confidenta de Pepita, la cual hallaba gran consuelo en desahogar su corazón con quien, si era vulgar o grosera en la expresión o en el lenguaje, no lo era en los sentimientos y en las ideas que expresaba y formulaba. Por lo dicho se explican las visitas de Antoñona a D. Luis, sus palabras, y hasta los feroces, poco respetuosos y mal colocados pellizcos, con que maceró sus carnes y atormentó su dignidad la última vez que estuvo a verle. Pepita, no sólo no había excitado a Antoñona a que fuese a D. Luis con embajadas, pero ni sabía siquiera que hubiese ido. Antoñona había tomado la iniciativa y había hecho papel en este asunto, porque así lo quiso. Como ya se dijo, se había enterado de todo con perspicacia maravillosa. Cuando la misma Pepita apenas se había dado cuenta de que amaba a D. Luis, ya Antoñona lo sabía. Apenas empezó Pepita a lanzar sobre él aquellas ardientes, furtivas e involuntarias miradas que tanto destrozo hicieron, miradas que nadie sorprendió de los que estaban presentes, Antoñona, que no lo estaba, habló a Pepita de las miradas. Y no bien las miradas recibieron dulce pago, también lo supo Antoñona. Poco tuvo, pues, la señora que confiar a una criada tan penetrante y tan zahorí de cuanto pasaba en lo más escondido de su pecho. * * * * * A los cinco días de la fecha de la última carta que hemos leído, empieza nuestra narración. Eran las once de la mañana. Pepita estaba en una sala alta al lado de su alcoba y de su tocador, donde nadie, salvo Antoñona, entraba jamás sin que llamase ella. Los muebles de aquella sala eran de poco valor, pero cómodos y aseados. Las cortinas y el forro de los sillones, sofás y butacas, eran de tela de algodón pintada de flores; sobre una mesita de caoba había recado de escribir y papeles; y en un armario, de caoba también, bastantes libros de devoción y de historia. Las paredes se veían adornadas con cuadros, que eran estampas de asuntos religiosos; pero con el buen gusto, inaudito, raro, casi inverosímil en un lugar de Andalucía, de que dichas estampas no fuesen malas litografías francesas, sino grabados de nuestra Calcografía, como el Pasmo de Sicilia de Rafael, el San Ildefonso y la Virgen, la Concepción, el San Bernardo y los dos medios puntos de Murillo. Sobre una antigua mesa de roble, sostenida por columnas salomónicas, se veía un contadorcillo o papelera con embutidos de concha, nácar, marfil y bronce, y muchos cajoncitos, donde guardaba Pepita cuentas y otros documentos. Sobre la misma mesa había dos vasos de porcelana con muchas flores. Colgadas en la pared había por último, algunas macetas de loza de la Cartuja sevillana, con geranio-hiedra y otras plantas, y tres jaulas doradas con canarios y jilgueros. Aquella sala era el retiro de Pepita, donde no entraban de día sino el médico y el padre vicario, y donde a prima noche entraba sólo el aperador a dar sus cuentas. Aquella sala era y se llamaba el despacho. Pepita estaba sentada, casi recostada en un sofá, delante del cual había un velador pequeño con varios libros. Se acababa de levantar, y vestía una ligera bata de verano. Su cabello rubio, mal peinado aún, parecía más hermoso en su mismo desorden. Su cara, algo pálida y con ojeras, si bien llena de juventud, lozanía y frescura, parecía más bella con el mal que le robaba colores. Pepita mostraba impaciencia; aguardaba a alguien. Al fin llegó y entró sin anunciarse la persona que aguardaba, que era el padre vicario. Después de los saludos de costumbre, y arrellanado el padre vicario en una butaca al lado de Pepita, se entabló la conversación. * * * * * --Me alegro, hija mía, de que me hayas llamado; pero sin que te hubieras molestado en llamarme, ya iba yo a venir a verte. ¡Qué pálida estás! ¿Qué padeces? ¿Tienes algo importante que decirme? A esta serie de preguntas cariñosas, empezó a contestar Pepita con un hondo suspiro. Después dijo: --¿No adivina Vd. mi enfermedad? ¿No descubre Vd. la causa de mi padecimiento? El vicario se encogió de hombros y miró a Pepita con cierto susto, porque nada sabía, y le llamaba la atención la vehemencia con que ella se expresaba. Pepita prosiguió: --Padre mío, yo no debí llamar a Vd., sino ir a la iglesia y hablar con Vd. en el confesonario, y allí confesar mis pecados. Por desgracia no estoy arrepentida; mi corazón se ha endurecido en la maldad, y no he tenido valor ni me he hallado dispuesta para hablar con el confesor, sino con el amigo. --¿Qué dices de pecados, ni de dureza de corazón? ¿Estás loca? ¿Qué pecados han de ser los tuyos, si eres tan buena? --No, padre, yo soy mala. He estado engañando a Vd., engañándome a mí misma, queriendo engañar a Dios. --Vamos, cálmate, serénate; habla con orden y con juicio para no decir disparates. --¿Y cómo no decirlos, cuando el espíritu del mal me posee? --¡Ave María Purísima! Muchacha, no desatines. Mira, hija mía: tres son los demonios más temibles que se apoderan de las almas, y ninguno de ellos, estoy seguro, se puede haber atrevido a llegar hasta la tuya. El uno es Leviatán, o el espíritu de la soberbia; el otro Mamón, o el espíritu de la avaricia; el otro Asmodeo, o el espíritu de los amores impuros. --Pues de los tres soy víctima: los tres me dominan. --¡Qué horror!... Repito que te calmes. De lo que tú eres víctima es de un delirio. --¡Pluguiese a Dios que así fuera! Es por mi culpa lo contrario. Soy avarienta, porque poseo cuantiosos bienes y no hago las obras de caridad que debiera hacer; soy soberbia, porque he despreciado a muchos hombres, no por virtud, no por honestidad, sino porque no los hallaba acreedores a mi cariño. Dios me ha castigado; Dios ha permitido que ese tercer enemigo, de que Vd. habla, se apodere de mí. --¿Cómo es eso, muchacha? ¿Qué diablura se te ocurre? ¿Estás enamorada quizás? Y si lo estás, ¿qué mal hay en ello? ¿No eres libre? Cásate, pues, y déjate de tonterías. Seguro estoy de que mi amigo D. Pedro de Vargas ha hecho el milagro. ¡El demonio es el tal D. Pedro! Te declaro que me asombra. No juzgaba yo el asunto tan mollar y tan maduro como estaba. --Pero si no es D. Pedro de Vargas de quien estoy enamorada. --¿Pues de quién entonces? Pepita se levantó de su asiento; fue hacia la puerta; la abrió; miró para ver si alguien escuchaba desde fuera; la volvió a cerrar; se acercó luego al padre vicario, y toda acongojada, con voz trémula, con lágrimas en los ojos, dijo casi al oído del buen anciano: --Estoy perdidamente enamorada de su hijo. --¿De qué hijo?--interrumpió el padre vicario, que aún no quería creerlo. --¿De qué hijo ha de ser? Estoy perdida, frenéticamente enamorada de D. Luis. La consternación, la sorpresa más dolorosa se pintó en el rostro del cándido y afectuoso sacerdote. Hubo un momento de pausa. Después dijo el vicario: --Pero ese es un amor sin esperanza: un amor imposible. D. Luis no te querrá. Por entre las lágrimas que nublaban los hermosos ojos de Pepita, brilló un alegre rayo de luz; su linda y fresca boca, contraída por la tristeza, se abrió con suavidad, dejando ver las perlas de sus dientes y formando una sonrisa. --Me quiere--dijo Pepita con un ligero y mal disimulado acento de satisfacción y de triunfo, que se alzaba por cima de su dolor y de sus escrúpulos. Aquí subieron de punto la consternación y el asombro del padre vicario. Si el santo de su mayor devoción hubiera sido arrojado del altar y hubiera caído a sus pies, y se hubiera hecho cien mil pedazos, no se hubiera el vicario consternado tanto. Todavía miró a Pepita con incredulidad, como dudando de que aquello fuese cierto y no una alucinación de la vanidad mujeril. Tan de firme creía en la santidad de D. Luis y en su misticismo. --¡Me quiere!--dijo otra vez Pepita, contestando a aquella incrédula mirada. --¡Las mujeres son peores que pateta!--dijo el vicario--. Echáis la zancadilla al mismísimo mengue. --¿No se lo decía yo a Vd.? ¡Yo soy muy mala! --¡Sea todo por Dios! Vamos, sosiégate. La misericordia de Dios es infinita. Cuéntame lo que ha pasado. --¡Qué ha de haber pasado! Que le quiero, que le amo, que le adoro; que él me quiere también, aunque lucha por sofocar su amor y tal vez lo consiga; y que Vd., sin saberlo, tiene mucha culpa de todo. --¡Pues no faltaba más! ¿Cómo es eso de que tengo yo mucha culpa? --Con la extremada bondad que le es propia, no ha hecho Vd. más que alabarme a D. Luis, y tengo por cierto que a D. Luis le habrá Vd. hecho de mí mayores elogios aún, si bien harto menos merecidos. ¿Qué había de suceder? ¿Soy yo de bronce? ¿Tengo más de veinte años? --Tienes razón que te sobra. Soy un mentecato. He contribuido poderosamente a esta obra de Lucifer. El padre vicario era tan bueno y tan humilde que, al decir las anteriores frases, estaba confuso y contrito, como si él fuese el reo y Pepita el juez. Conoció Pepita el egoísmo rudo con que había hecho cómplice y punto menos que autor principal de su falta al padre vicario, y le habló de esta suerte: --No se aflija Vd., padre mío; no se aflija usted, por amor de Dios. ¡Mire Vd. si soy perversa! ¡Cometo pecados gravísimos y quiero hacer responsable de ellos al mejor y más virtuoso de los hombres! No han sido las alabanzas que Vd. me ha hecho de D. Luis sino mis ojos y mi poco recato los que me han perdido. Aunque Vd. no me hubiera hablado jamás de las prendas de D. Luis, de su saber, de su talento y de su entusiasta corazón, yo lo hubiera descubierto todo oyéndole hablar, pues al cabo no soy tan tonta ni tan rústica. Me he fijado además en la gallardía de su persona, en la natural distinción y no aprendida elegancia de sus modales, en sus ojos llenos de fuego y de inteligencia, en todo él, en suma, que me parece amable y deseable. Los elogios de Vd. han venido sólo a lisonjear mi gusto, pero no a despertarle. Me han encantado porque coincidían con mi parecer y eran como el eco adulador, harto amortiguado y debilísimo, de lo que yo pensaba. El más elocuente encomio que me ha hecho Vd. de D. Luis no ha llegado, ni con mucho, al encomio que sin palabras me hacía yo de él a cada minuto, a cada segundo, dentro del alma. --¡No te exaltes, hija mía!--interrumpió el padre vicario. Pepita continuó con mayor exaltación: --¡Pero qué diferencia entre los encomios de usted y mis pensamientos! Vd. veía y trazaba en don Luis el modelo ejemplar del sacerdote, del misionero, del varón apostólico; ya predicando el Evangelio en apartadas regiones y convirtiendo infieles, ya trabajando en España para realzar la cristiandad, tan perdida hoy por la impiedad de los unos y la carencia de virtud, de caridad y de ciencia de los otros. Yo, en cambio, me le representaba galán, enamorado, olvidando a Dios por mí, consagrándome su vida, dándome su alma, siendo mi apoyo, mi sostén, mi dulce compañero. Yo anhelaba cometer un robo sacrílego. Soñaba con robársele a Dios y a su templo, como el ladrón, enemigo del cielo, que roba la joya más rica de la venerada Custodia. Para cometer este robo he desechado los lutos de la viudez y de la orfandad y me he vestido galas profanas; he abandonado mi retiro y he buscado y llamado a mí a las gentes; he procurado estar hermosa; he cuidado con infernal esmero de todo este cuerpo miserable, que ha de hundirse en la sepultura y ha de convertirse en polvo vil; y he mirado, por último, a D. Library mainpage -> Valera, Juan -> Pepita Jiménez |