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Ebooks by authors: A B C D E F G H I J K L M N O P Q R S T U V W X Y Z 
Valera, Juan / Pepita Jiménez
En ocasiones
extraordinarias, hay otras faenas y diversiones que dan a todo más
animación, como en tiempo de la siega, de la vendimia y de la
recolección de la aceituna; o bien cuando hay feria y toros aquí o en
otro pueblo cercano, o bien cuando hay romería al santuario de alguna
milagrosa imagen de María Santísima, a donde, si acuden no pocos por
curiosidad y para divertirse y feriar a sus amigas cupidos y
escapularios, más son los que acuden por devoción y en cumplimiento de
voto o promesa. Hay santuario de estos que está en la cumbre de una
elevadísima sierra, y con todo, no faltan aún mujeres delicadas que
suben allí con los pies descalzos, hiriéndoselos con abrojos, espinas y
piedras, por el pendiente y mal trazado sendero.

La vida de aquí tiene cierto encanto. Para quien no sueña con la gloria,
para quien nada ambiciona, comprendo que sea muy descansada y dulce
vida. Hasta la soledad puede lograrse aquí haciendo un esfuerzo. Como yo
estoy aquí por una temporada, no puedo ni debo hacerlo; pero, si yo
estuviese de asiento, no hallaría dificultad, sin ofender a nadie, en
encerrarme y retraerme durante muchas horas o durante todo el día, a fin
de entregarme a mis estudios y meditaciones.

Su nueva y más reciente carta de Vd. me ha afligido un poco. Veo que
insiste Vd. en sus sospechas, y no sé qué contestar para justificarme
sino lo que ya he contestado.

Dice Vd. que la gran victoria en cierto género de batallas consiste en
la fuga: que huir es vencer. ¿Cómo he de negar yo lo que el Apóstol y
tantos Santos Padres y Doctores han dicho? Con todo, de sobra sabe Vd.
que el huir no depende de mi voluntad. Mi padre no quiere que me vaya;
mi padre me retiene a pesar mío; tengo que obedecerle. Necesito, pues,
vencer por otros medios y no por el de la fuga.

Para que Vd. se tranquilice, repetiré que la lucha apenas está empeñada;
que Vd. ve las cosas más adelantadas de lo que están.

No hay el menor indicio de que Pepita Jiménez me quiera. Y aunque me
quisiese, sería de otro modo que como querían las mujeres que Vd. cita
para mi ejemplar escarmiento. Una señora, bien educada y honesta, en
nuestros días, no es tan inflamable y desaforada como esas matronas de
que están llenas las historias antiguas.

El pasaje que aduce Vd. de San Juan Crisóstomo es digno del mayor
respeto; pero no es del todo apropiado a las circunstancias. La gran
dama, que en Of, Tebas o Dióspolis Magna, se enamoró del hijo predilecto
de Jacob, debió ser hermosísima; sólo así se concibe que asegure el
Santo ser mayor prodigio el que Josef no ardiera, que el que los tres
mancebos, que hizo poner Nabucodonosor en el horno candente, no se
redujesen a cenizas.

Confieso con ingenuidad que lo que es en punto a hermosura, no atino a
representarme que supere a Pepita Jiménez la mujer de aquel príncipe
egipcio, mayordomo mayor o cosa por el estilo del palacio de los
Faraones; pero ni yo soy, como Josef, agraciado con tantos dones y
excelencias, ni Pepita es una mujer sin religión y sin decoro. Y aunque
fuera así, aun suponiendo todos estos horrores, no me explico la
ponderación de San Juan Crisóstomo sino porque vivía en la capital
corrompida, y semi--gentílica aún, del Bajo Imperio; en aquella corte,
cuyos vicios tan crudamente censuró, y donde la propia emperatriz
Eudoxia daba ejemplo de corrupción y de escándalo. Pero hoy que la moral
evangélica ha penetrado más profundamente en el seno de la sociedad
cristiana, me parece exagerado creer más milagroso el casto desdén del
hijo de Jacob que la incombustibilidad material de los tres mancebos de
Babilonia.

Otro punto toca Vd. en su carta que me anima y lisonjea en extremo.
Condena Vd. como debe el sentimentalismo exagerado y la propensión a
enternecerme y a llorar por motivos pueriles de que le dije padecía a
veces; pero esta afeminada pasión de ánimo, ya que existe en mí,
importando desecharla, celebra Vd. que no se mezcle con la oración y la
meditación y las contamine. Vd. reconoce y aplaude en mí la energía
verdaderamente varonil, que debe haber en el afecto y en la mente que
anhelan elevarse a Dios. La inteligencia que pugna por comprenderle ha
de ser briosa; la voluntad que se le somete por completo es porque
triunfa antes de sí misma, riñendo bravas batallas con todos los
apetitos y derrotando y poniendo en fuga todas las tentaciones; el mismo
afecto acendrado y ardiente, que, aun en criaturas simples y cuitadas,
puede encumbrarse hasta Dios por un rapto de amor, logrando conocerle
por iluminación sobrenatural, es hijo, a más de la gracia divina, de un
carácter firme y entero. Esa languidez, ese quebranto de la voluntad,
esa ternura enfermiza, nada tienen que hacer con la caridad, con la
devoción y con el amor divino. Aquello es atributo de menos que mujeres:
éstas son pasiones, si pasiones pueden llamarse, de más que hombres, de
ángeles. Sí; tiene Vd. razón de confiar en mí, y de esperar que no he de
perderme porque una piedad relajada y muelle abra las puertas de mi
corazón a los vicios transigiendo con ellos. Dios me salvará y yo
combatiré por salvarme con su auxilio; pero, si me pierdo, los enemigos
del alma y los pecados mortales no han de entrar disfrazados ni por
capitulación en la fortaleza de mi conciencia, sino con banderas
desplegadas, llevándolo todo a sangre y fuego y después de acérrimo
combate.

En estos últimos días he tenido ocasión de ejercitar mi paciencia en
grande y de mortificar mi amor propio del modo más cruel.

Mi padre quiso pagar a Pepita el obsequio de la huerta y la convidó a
visitar su quinta del Pozo de la Solana. La expedición fue el 22 de
Abril. No se me olvidará esta fecha.

El Pozo de la Solana dista más de dos leguas de este lugar y no hay
hasta allí sino camino de herradura. Tuvimos todos que ir a caballo. Yo,
como jamás he aprendido a montar, he acompañado a mi padre en todas las
anteriores excursiones en una mulita de paso, muy mansa, y que, según la
expresión de Dientes, el mulero, es más noble que el oro y más serena
que un coche. En el viaje al Pozo de la Solana fui en la misma
cabalgadura.

Mi padre, el escribano, el boticario y mi primo Currito, iban en buenos
caballos. Mi tía doña Casilda, que pesa más de diez arrobas, en una
enorme y poderosa burra con sus jamugas. El señor vicario en una mula
mansa y serena como la mía.

En cuanto a Pepita Jiménez, que imaginaba yo que vendría también en
burra con jamugas, pues ignoraba que montase, me sorprendió, apareciendo
en un caballo tordo muy vivo y fogoso, vestida de amazona y manejando el
caballo con destreza y primor notables.

Me alegré de ver a Pepita tan gallarda a caballo; pero desde luego
presentí y empezó a mortificarme el desairado papel que me tocaba hacer
al lado de la robusta tía doña Casilda y del padre vicario, yendo
nosotros a retaguardia, pacíficos y serenos como en coche, mientras que
la lucida cabalgata caracolearía, correría, trotaría y haría mil
evoluciones y escarceos.

Al punto se me antojó que Pepita me miraba compasiva, al ver la facha
lastimosa que sobre la mula debía yo de tener. Mi primo Currito me miró
con sonrisa burlona, y empezó enseguida a embromarme y atormentarme.

Aplauda Vd. mi resignación y mi valerosa paciencia. A todo me sometí de
buen talante, y pronto, hasta las bromas de Currito acabaron, al notar
cuán invulnerable yo era. Pero ¡cuánto sufrí por dentro! Ellos
corrieron, galoparon, se nos adelantaron a la ida y a la vuelta. El
vicario y yo permanecimos siempre _serenos_, como las mulas, sin salir del
paso y llevando a doña Casilda en medio.

Ni siquiera tuve el consuelo de hablar con el padre vicario, cuya
conversación me es tan grata, ni de encerrarme dentro de mí mismo y
fantasear y soñar, ni de admirar a mis solas la belleza del terreno que
recorríamos. Doña Casilda es de una locuacidad abominable, y tuvimos que
oírla. Nos dijo cuanto hay que saber de chismes del pueblo, y nos habló
de todas sus habilidades, y nos explicó el modo de hacer salchichas,
morcillas de sesos, hojaldres y otros mil guisos y regalos. Nadie la
vence en negocios de cocina y de matanza de cerdos, según ella, sino
Antoñona, la nodriza de Pepita Jiménez, y hoy su ama de llaves y
directora de su casa. Yo conozco ya a la tal Antoñona, pues va y viene a
casa con recados, y en efecto es muy lista: tan parlanchina como la tía
Casilda, pero cien mil veces más discreta.

El camino hasta el Pozo de la Solana es delicioso; pero yo iba tan
contrariado, que no acerté a gozar de él. Cuando llegamos a la casería y
nos apeamos, se me quitó de encima un gran peso, como si fuese yo quien
hubiese llevado a la mula, y no la mula a mí.

Ya a pie, recorrimos la posesión, que es magnífica, variada y extensa.
Hay allí más de ciento veinte fanegas de viña vieja y majuelo, todo bajo
una linde: otro tanto o más de olivar, y por último un bosque de encinas
de las más corpulentas que aún quedan en pie en toda Andalucía. El agua
del Pozo de la Solana forma un arroyo claro y abundante, donde vienen a
beber todos los pajarillos de las cercanías, y donde se cazan a
centenares por medio de espartos con liga, o con red, en cuyo centro se
colocan el cimbel y el reclamo. Allí recordé mis diversiones de la
niñez, y cuantas veces había ido yo a cazar pajarillos de la manera
expresada.

Siguiendo el curso del arroyo, y sobre todo en las hondonadas, hay
muchos álamos y otros árboles altos, que con las matas y yerbas, crean
un intrincado laberinto y una sombría espesura. Mil plantas silvestres y
olorosas crecen allí de un modo espontáneo, y por cierto que es difícil
imaginar nada más esquivo, agreste y verdaderamente solitario, apacible
y silencioso que aquellos lugares. Se concibe allí en el fervor del
medio día, cuando el sol vierte a torrentes la luz desde un cielo sin
nubes, en las calurosas y reposadas siestas, el mismo terror misterioso
de las horas nocturnas. Se concibe allí la vida de los antiguos
patriarcas y de los primitivos héroes y pastores, y las apariciones y
visiones que tenían, las ninfas, de deidades y de ángeles, en medio de
la claridad meridiana.

Andando por aquella espesura, hubo un momento en el cual, no acierto a
decir cómo, Pepita y yo nos encontramos solos: yo al lado de ella. Los
demás se habían quedado atrás.

Entonces sentí por todo mi cuerpo un estremecimiento. Era la primera vez
que me veía a solas con aquella mujer, y en sitio tan apartado, y cuando
yo pensaba en las apariciones meridianas, ya siniestras, ya dulces, y
siempre sobrenaturales, de los hombres de las edades remotas.

Pepita había dejado en la casería la larga falda de montar, y caminaba
con un vestido corto que no estorbaba la graciosa ligereza de sus
movimientos. Sobre la cabeza llevaba un sombrerillo andaluz, colocado
con gracia. En la mano el látigo, que se me antojó como varita de
virtudes, con que pudiera hechizarme aquella maga.

No temo repetir aquí los elogios de su belleza. En aquellos sitios
agrestes se me apareció más hermosa. La cautela, que recomiendan los
ascetas, de pensar en ella afeada por los años y por las enfermedades;
de figurármela muerta, llena de hedor y podredumbre y cubierta de
gusanos, vino, a pesar mío, a mi imaginación; y digo a _pesar mío_, porque
no entiendo que tan terrible cautela fuese indispensable. Ninguna idea
mala en lo material, ninguna sugestión del espíritu maligno turbó
entonces mi razón, ni logró inficionar mi voluntad y mis sentidos.

Lo que sí se me ocurrió fue un argumento para invalidar, al menos en mí,
la virtud de esa cautela. La hermosura, obra de un arte soberano y
divino, puede ser caduca, efímera, desaparecer en el instante; pero su
idea es eterna, y en la mente del hombre vive vida inmortal, una vez
percibida. La belleza de esta mujer, tal como hoy se me manifiesta,
desaparecerá dentro de breves años: ese cuerpo elegante, esas formas
esbeltas, esa noble cabeza, tan gentilmente erguida sobre los hombros,
todo será pasto de gusanos inmundos; pero si la materia ha de
transformarse, la forma, el pensamiento artístico, la hermosura misma,
¿quién la destruirá? ¿No está en la mente divina? Percibida y conocida
por mí, ¿no vivirá en mi alma, vencedora de la vejez y aun de la muerte?

Así meditaba yo, cuando Pepita y yo nos acercamos. Así serenaba yo mi
espíritu y mitigaba los recelos que Vd. ha sabido infundirme. Yo deseaba
y no deseaba a la vez que llegasen los otros. Me complacía y me afligía
al mismo tiempo de estar solo con aquella mujer.

La voz argentina de Pepita rompió el silencio, y, sacándome de mis
meditaciones, dijo:

--¡Qué callado y qué triste está Vd., señor D. Luis! Me apesadumbra el
pensar que tal vez por culpa mía, en parte al menos, da a Vd. hoy un mal
rato su padre trayéndole a estas soledades, y sacándole de otras más
apartadas, donde no tendrá Vd. nada que le distraiga de sus oraciones y
piadosas lecturas.

Yo no sé lo que contesté a esto. Hube de contestar alguna sandez, porque
estaba turbado; y ni quería hacer un cumplimiento a Pepita, diciendo
galanterías profanas, ni quería tampoco contestar de un modo grosero.

Ella prosiguió:

--Vd. me ha de perdonar si soy maliciosa, pero se me figura que, además
del disgusto de verse Vd. separado hoy de sus ocupaciones favoritas, hay
algo más que contribuye poderosamente a su mal humor.

--¿Qué es ese algo más?--dije yo--, pues Vd. lo descubre todo o cree
descubrirlo.

--Ese algo más-replicó Pepita--no es sentimiento propio de quien va a
ser sacerdote tan pronto, pero sí lo es de un joven de veintidós años.

Al oír esto, sentí que la sangre me subía al rostro y que el rostro me
ardía. Imaginé mil extravagancias, me creí presa de una obsesión. Me
juzgué provocado por Pepita que iba a darme a entender que conocía que
yo gustaba de ella. Entonces, mi timidez se trocó en atrevida soberbia,
y la miré de hito en hito. Algo de ridículo hubo de haber en mi mirada,
pero, o Pepita no lo advirtió o lo disimuló con benévola prudencia,
exclamando del modo más sencillo:

--No se ofenda Vd. porque yo le descubra alguna falta. Esta que he
notado me parece leve. Vd. está lastimado de las bromas de Currito, y de
hacer (hablando profanamente) un papel poco airoso, montado en una mula
mansa como el señor vicario, con sus ochenta años, y no en un brioso
caballo, como debiera un joven de su edad y circunstancias. La culpa es
del señor deán, que no ha pensado en que Vd. aprenda a montar. La
equitación no se opone a la vida que Vd. piensa seguir, y yo creo que su
padre de Vd., ya que está Vd. aquí, debiera en pocos días enseñarle. Si
Vd. va a Persia, o a China, allí no hay ferro-carriles aún, y hará Vd.
una triste figura cabalgando mal. Tal vez se desacredite el misionero
entre aquellos bárbaros, merced a esta torpeza, y luego sea más difícil
de lograr el fruto de las predicaciones.

Estos y otros razonamientos más adujo Pepita para que yo aprendiese a
montar a caballo, y quedé tan convencido de lo útil que es la equitación
para un misionero, que le prometí aprender enseguida, tomando a mi padre
por maestro.

--En la primera nueva expedición que hagamos--le dije--, he de ir en el
caballo más fogoso de mi padre, y no en la mulita de paso en que voy
ahora.

--Mucho me alegraré--replicó Pepita con una sonrisa de indecible
suavidad.

En esto llegaron todos al sitio en que estábamos, y yo me alegré en mis
adentros, no por otra cosa, sino por temor de no acertar a sostener la
conversación, y de salir con doscientas mil simplicidades por mi poca o
ninguna práctica de hablar con mujeres.

Después del paseo, sobre la fresca yerba y en el más lindo sitio junto
al arroyo, nos sirvieron los criados de mi padre una rústica y abundante
merienda. La conversación fue muy animada, y Pepita mostró mucho ingenio
y discreción. Mi primo Currito volvió a embromarme sobre mi manera de
cabalgar y sobre la mansedumbre de mi mula: me llamó _teólogo_, y me dijo
que sobre aquella mula parecía que iba yo repartiendo bendiciones. Esta
vez, ya con el firme propósito de hacerme jinete, contesté a las bromas
con desenfado picante. Me callé, con todo, el compromiso contraído de
aprender la equitación. Pepita, aunque en nada habíamos convenido, pensó
sin duda como yo que importaba el sigilo para sorprender luego
cabalgando bien, y nada dijo de nuestra conversación. De aquí provino,
natural y sencillamente, que existiera un secreto entre ambos; lo cual
produjo en mi ánimo extraño efecto.

Nada más ocurrió aquel día que merezca contarse.

Por la tarde volvimos al lugar, como habíamos venido. Yo, sin embargo,
en mi mula mansa y al lado de la tía Casilda, no me aburrí ni entristecí
a la vuelta como a la ida. Durante todo el viaje oí a la tía sin
cansancio referir sus historias, y por momentos me distraje en vagas
imaginaciones.

Nada de lo que en mi alma pasa debe ser un misterio para Vd. Declaro que
la figura de Pepita era como el centro, o mejor dicho, como el núcleo y
el foco de estas imaginaciones vagas.

Su meridiana aparición, en lo más intrincado, umbrío y silencioso de la
verde enramada, me trajo a la memoria todas las apariciones, buenas o
malas, de seres portentosos y de condición superior a la nuestra, que
había yo leído en los autores sagrados y los clásicos profanos. Pepita,
pues, se me mostraba en los ojos y en el teatro interior de mi fantasía,
no como iba a caballo delante de nosotros, sino de un modo ideal y
etéreo, en el retiro nemoroso, como a Eneas su madre, como a Calímaco
Palas, como al pastor bohemio Kroco la sílfide que luego concibió a
Libusa, como Diana al hijo de Aristeo, como al Patriarca los ángeles en
el valle de Mambré, como a San Antonio el hipocentauro en la soledad del
yermo.

Encuentro tan natural como el de Pepita se trastrocaba en mi mente en
algo de prodigio. Por un momento, al notar la consistencia de esta
imaginación, me creí obseso; me figuré, como era evidente, que en los
pocos minutos que había estado a solas con Pepita junto al arroyo de la
Solana, nada había ocurrido que no fuese natural y vulgar; pero que
después, conforme iba yo caminando tranquilo en mi mula, algún demonio
se agitaba invisible en torno mío, sugiriéndome mil disparates.

Aquella noche dije a mi padre mi deseo de aprender a montar. No quise
ocultarle que Pepita me había excitado a ello. Mi padre tuvo una alegría
extraordinaria. Me abrazó, me besó, me dijo que ya no era Vd. solo mi
maestro, que él también iba a tener el gusto de enseñarme algo. Me
aseguró, por último, que en dos o tres semanas haría de mí el mejor
caballista de toda Andalucía; capaz de ir a Gibraltar por contrabando y
de volver de allí, burlando al resguardo, con una coracha de tabaco y
con un buen alijo de algodones: apto, en suma, para pasmar a todos los
jinetes que se lucen en las ferias de Sevilla y de Mairena, y para
oprimir los lomos de Babieca, de Bucéfalo, y aun de los propios caballos
del Sol, si por acaso bajaban a la tierra y podía yo asirlos de la
brida.

Ignoro qué pensará Vd. de este arte de la equitación que estoy
aprendiendo; pero presumo que no lo tendrá por malo.

¡Si viera Vd. qué gozoso está mi padre y cómo se deleita enseñándome!
Desde el día siguiente al de la expedición que he referido, doy dos
lecciones diarias. Día hay, durante el cual, la lección es perpetua,
porque nos le pasamos a caballo. La primera semana fueron las lecciones
en el corralón de casa, que está desempedrado y sirvió de picadero.

Ya salimos al campo, pero procurando que nadie nos vea. Mi padre no
quiere que me muestre en público hasta que pasme por lo bien plantado,
según él dice. Si su vanidad de padre no le engaña, esto será muy pronto
porque tengo una disposición maravillosa para ser buen jinete.

--¡Bien se ve que eres mi hijo!--exclama mi padre con júbilo al
contemplar mis adelantos.

Es tan bueno mi padre, que espero que Vd. le perdonará su lenguaje
profano y sus chistes irreverentes. Yo me aflijo en lo interior de mi
alma, pero lo sufro todo.

Con las continuadas y largas lecciones estoy que da lástima de agujetas.
Mi padre me recomienda que escriba a Vd. que me abro las carnes a
disciplinazos.

Como dentro de poco sostiene que me dará por enseñado, y no desea
jubilarse de maestro, me propone otros estudios extravagantes y harto
impropios de un futuro sacerdote. Unas veces quiere enseñarme a
derribar, para llevarme luego a Sevilla, donde dejaré bizcos a los
ternes y gente del bronce, con la garrocha en la mano, en los llanos de
Tablada. Otras veces se acuerda de sus mocedades y de cuando fue guardia
de corps, y dice que va a buscar sus floretes, guantes y caretas y a
enseñarme la esgrima. Y por último, presumiendo también mi padre de
manejar como nadie una navaja, ha llegado a ofrecerme que me comunicará
esta habilidad.

Ya se hará Vd. cargo de lo que yo contesto a tamañas locuras. Mi padre
replica que en los buenos tiempos antiguos, no ya los clérigos, sino
hasta los obispos andaban a caballo acuchillando infieles. Yo observo
que eso podía suceder en las edades bárbaras, pero que ahora no deben
los ministros del Altísimo saber esgrimir más armas que las de la
persuasión.--Y cuando la persuasión no basta--añade mi padre--, ¿no
viene bien corroborar un poco los argumentos a linternazos?--El
misionero completo, según entiende mi padre, debe en ocasiones apelar a
estos medios heroicos; y como mi padre ha leído muchos romances e
histonas, cita ejemplos en apoyo de su opinión. Cita en primer lugar a
Santiago, quien sin dejar de ser apóstol más acuchilla a los moros, que
les predica y persuade en su caballo blanco; cita a un señor de la Vera,
que fue con una embajada de los Reyes Católicos para Boabdil, y que en
el patio de los Leones se enredó con los moros en disputas teológicas,
y, apurado ya de razones, sacó la espada y arremetió contra ellos para
acabar de convertirlos; y cita, por último, al hidalgo vizcaíno D. Íñigo
de Loyola, el cual, en una controversia que tuvo con un moro sobre la
pureza de María Santísima, harto ya de las impías y horrorosas
blasfemias con que el moro le contradecía, se fue sobre él, espada en
mano, y si el moro no se salva por pies, le infunde el convencimiento en
el alma por estilo tremendo. Sobre el lance de San Ignacio, contesto yo
a mi padre, que fue antes de que el santo se hiciera sacerdote, y sobre
los otros ejemplos digo que no hay paridad.

En suma, yo me defiendo como puedo de las bromas de mi padre y me limito
a ser buen jinete, sin estudiar esas otras artes, tan impropias de los
clérigos, aunque mi padre asegura que no pocos clérigos españoles las
saben y las ejercen a menudo en España, aun en el día de hoy, a fin de
que la fe triunfe y se conserve o restaure la unidad católica.

Me pesa en el alma de que mi padre sea así; de que hable con
irreverencia y burla de las cosas más serias; pero no incumbe a un hijo
respetuoso el ir más allá de lo que voy en reprimir sus desahogos un
tanto volterianos. Los llamo un tanto volterianos, porque no acierto a
calificarlos bien. En el fondo, mi padre es buen católico y esto me
consuela.

Ayer fue día de la Cruz y estuvo el lugar muy animado. En cada calle
hubo seis o siete cruces de Mayo llenas de flores, si bien ninguna tan
bella como la que puso Pepita en la puerta de su casa. Era un mar de
flores el que engalanaba la cruz.

Por la noche tuvimos fiesta en casa de Pepita. La cruz, que había estado
en la calle, se colocó en una gran sala baja, donde hay piano, y nos dio
Pepita un espectáculo sencillo y poético que yo había visto cuando niño,
aunque no lo recordaba.

De la cabeza de la cruz pendían siete listones o cintas anchas, dos
blancas, dos verdes y tres encarnadas, que son los colores simbólicos de
las virtudes teologales. Ocho niños de cinco o seis años, representando
los Siete Sacramentos, asidos de las siete cintas que pendían de la
cruz, bailaron a modo de una contradanza muy bien ensayada. El bautismo
era un niño vestido de catecúmeno con su túnica blanca; el orden otro
niño de sacerdote; la confirmación, un obispito; la extremaunción, un
peregrino con bordón y esclavina llena de conchas; el matrimonio, un
novio y una novia, y un Nazareno con cruz y corona de espinas, la
penitencia.

El baile, más que baile, fue una serie de reverencias, pasos,
evoluciones, y genuflexiones al compás de una música no mala, de algo
como marcha, que el organista tocó en el piano con bastante destreza.

Los niños, hijos de criados y familiares de la casa de Pepita, después
de hacer su papel, se fueron a dormir muy regalados y agasajados.

La tertulia continuó hasta las doce, y hubo refresco; esto es, tacillas
de almíbar, y, por último, chocolate con torta de bizcocho y agua con
azucarillos.

El retiro y la soledad de Pepita van olvidándose desde que volvió la
primavera, de lo cual mi padre está muy contento. De aquí en adelante,
Pepita recibirá todas las noches, y mi padre quiere que yo sea de la
tertulia.

Pepita ha dejado el luto, y está ahora más galana y vistosa, con trajes
ligeros y casi de verano, aunque siempre muy modestos.

Tengo la esperanza de que lo más que mi padre me retendrá ya por aquí
será todo este mes. En Junio nos iremos juntos a esa ciudad; y ya Vd.
verá cómo libre de Pepita, que no piensa en mí, ni se acordará de mí
para malo ni para bueno, tendré el gusto de abrazar a Vd. y de lograr la
dicha de ser sacerdote.

* * * * *

_7 de Mayo_.

Todas las noches, de nueve a doce, tenemos, como ya indiqué a Vd.,
tertulia en casa de Pepita. Van cuatro o cinco señoras y otras tantas
señoritas del lugar, contando con la tía Casilda, y van también seis o
siete caballeritos, que suelen jugar a juegos de prendas con las niñas.
Como es natural, hay tres o cuatro noviazgos.

La gente formal de la tertulia es la de siempre. Se compone, como si
dijéramos, de los altos funcionarios: de mi padre, que es el cacique,
del boticario, del médico, del escribano y del señor vicario.

Pepita juega al tresillo con mi padre, con el señor vicario y con algún
otro.

Yo no sé de qué lado ponerme. Si me voy con la gente joven estorbo con
mi gravedad en sus juegos y enamoramientos. Si me voy con el estado
mayor, tengo que hacer el papel de mirón en una cosa que no entiendo. Yo
no sé más juegos de naipes que el burro ciego, el burro con vista, y un
poco de tute o brisca cruzada.

Lo mejor sería que yo no fuese a la tertulia: pero mi padre se empeña en
que vaya. Con no ir, según él, me pondría en ridículo.

Muchos extremos de admiración hace mi padre al notar mi ignorancia de
ciertas cosas. Esto de que yo no sepa jugar al tresillo, siquiera al
tresillo, le tiene maravillado.

--Tu tío te ha criado--me dice--debajo de un fanal, haciéndote tragar
teología y más teología, y dejándote a obscuras de lo demás que hay que
saber. Por lo mismo que vas a ser clérigo y que no podrás bailar ni
enamorar en las reuniones, necesitas jugar al tresillo. Si no, ¿qué vas
a hacer, desdichado?

A estos y otros discursos por el estilo he tenido que rendirme, y mi
padre me está enseñando en casa a jugar al tresillo, para que, no bien
lo sepa, lo juegue en la tertulia de Pepita. También, como ya le dije a
Vd., ha querido enseñarme la esgrima, y después a fumar y a tirar la
pistola y a la barra; pero en nada de esto he consentido yo.

--¡Qué diferencia--exclama mi padre--, entre tu mocedad y la mía!

Y luego añade riéndose:

--En sustancia, todo es lo mismo. Yo también tenía mis horas canónicas
en el cuartel de guardias de Corps: el cigarro era el incensario, la
baraja el libro de coro, y nunca me faltaban otras devociones y
ejercicios más o menos espirituales.

Aunque Vd. me tenía prevenido acerca de estas genialidades de mi padre,
y de que por ellas había estado yo con Vd. doce años, desde los diez a
los veintidós, todavía me aturden y desazonan los dichos de mi padre,
sobrado libres a veces. Pero ¿qué le hemos de hacer? Aunque no puedo
censurárselos, tampoco se los aplaudo ni se los río.

Lo singular y plausible es que mi padre es otro hombre cuando está en
casa de Pepita. Ni por casualidad se le escapa una sola frase, un solo
chiste de estos que prodiga tanto en otros lugares. En casa de Pepita es
mi padre el propio comedimiento. Cada día parece además más prendado de
ella y con mayores esperanzas del triunfo.

Sigue mi padre contentísimo de mí como discípulo de equitación. Dentro
de cuatro o cinco días asegura que podré ya montar en Lucero, caballo
negro, hijo de un caballo árabe y de una yegua de la casta de
Guadalcázar, saltador, corredor, lleno de fuego y adiestrado en todo
linaje de corvetas.

--Quien eche a Lucero los calzones encima--dice mi padre--, ya puede
apostarse a montar con los propios centauros; y tú le echarás calzones
encima dentro de poco.

Aunque me paso todo el día en el campo a caballo, en el casino y en la
tertulia, robo algunas horas al sueño, ya voluntariamente, ya porque me
desvelo, y medito en mi posición y hago examen de conciencia. La imagen
de Pepita está siempre presente en mi alma. ¿Será esto amor?, me
pregunto.

Mi compromiso moral, mi promesa de consagrarme a los altares, aunque no
confirmada, es para mí valedera y perfecta. Si algo que se oponga al
cumplimiento de esa promesa ha penetrado en mi alma, es necesario
combatirlo.

Desde luego noto, y no me acuse Vd. de soberbia porque le digo lo que
noto, que el imperio de mi voluntad, que Vd. me ha enseñado a ejercer,
es omnímodo sobre todos mis sentidos. Mientras Moisés en la cumbre del
Sinaí conversaba con Dios, la baja plebe en la llanura adoraba rebelde
el becerro. A pesar de mis pocos años, no teme mi espíritu rebeldías
semejantes. Bien pudiera conversar con Dios con plena seguridad, si el
enemigo no viniese a pelear contra mí en el mismo santuario. La imagen
de Pepita se me presenta en el alma. Es un espíritu quien hace guerra a
mi espíritu; es la idea de su hermosura en toda su inmaterial pureza la
que se me ofrece en el camino que guía al abismo profundo del alma donde
Dios asiste, y me impide llegar a él.

No me obceco, con todo. Veo claro, distingo, no me alucino. Por cima de
esta inclinación espiritual que me arrastra hacia Pepita está el amor de
lo infinito y de lo eterno. Aunque yo me represente a Pepita como una
idea, como una poesía, no deja de ser la idea, la poesía de algo finito,
limitado, concreto, mientras que el amor de Dios y el concepto de Dios
todo lo abarcan. Pero por más esfuerzos que hago, no acierto a revestir
de una forma imaginaria ese concepto supremo, objeto de un afecto
superiorísimo, para que luche con la imagen, con el recuerdo de la
beldad caduca y efímera que de continuo me atosiga. Fervorosamente pido
al cielo que se despierte en mí la fuerza imaginativa y cree una
semejanza, un símbolo de ese concepto que todo lo comprende, a fin de
que absorba y ahogue la imagen, el recuerdo de esta mujer. Es vago, es
oscuro, es indescriptible, es como tiniebla profunda el más alto
concepto, blanco de mi amor; mientras que ella se me representa con
determinados contornos, clara, evidente, luminosa con la luz velada que
resisten los ojos del espíritu, no luminosa con la otra luz intensísima
que para los ojos del espíritu es como tinieblas.

Toda otra consideración, toda otra forma, no destruye la imagen de esta
mujer. Entre el Crucifijo y yo se interpone; entre la imagen devotísima
de la Virgen y yo se interpone; sobre la página del libro espiritual que
leo viene también a interponerse.

No creo, sin embargo, que estoy haciendo de lo que llaman amor en el
siglo. Y aunque lo estuviera, yo lucharía y vencería.

La vista diaria de esa mujer y el oír cantar sus alabanzas de continuo,
hasta al padre vicario, me tienen preocupado; divierten mi espíritu
hacia lo profano y le alejan de su debido recogimiento; pero no, yo no
amo a Pepita todavía. Me iré y la olvidaré.

Mientras aquí permanezca, combatiré con valor. Combatiré con Dios para
vencerle por el amor y el rendimiento. Mis clamores llegarán a él como
inflamadas saetas y derribarán el escudo con que se defiende y oculta a
los ojos de mi alma. Yo pelearé como Israel en el silencio de la noche,
y Dios me llagará en el muslo y me quebrantará en ese combate, para que
yo sea vencedor siendo vencido.

* * * * *

_12 de Mayo_.

Antes de lo que yo pensaba, querido tío, me decidió mi padre a que
montase en Lucero. Ayer, a las seis de la mañana, cabalgué en esta
hermosa fiera, como le llama mi padre, y me fui con mi padre al campo.
Mi padre iba caballero en una jaca alazana.

Lo hice tan bien, fui tan seguro y apuesto en aquel soberbio animal, que
mi padre no pudo resistir a la tentación de lucir a su discípulo, y
después de reposarnos en un cortijo que tiene a media legua de aquí, y a
eso de las once, me hizo volver al lugar y entrar por lo más concurrido
y céntrico, metiendo mucha bulla y desempedrando las calles. No hay que
afirmar que pasamos por la de Pepita, quien de algún tiempo a esta parte
se va haciendo algo ventanera y estaba a la reja, en una ventana baja,
detrás de la verde celosía.

No bien sintió Pepita el ruido y alzó los ojos y nos vio, se levantó,
dejó la costura que traía entre manos y se puso a miramos. Lucero, que,
según he sabido después, tiene ya la costumbre de hacer piernas cuando
pasa por delante de la casa de Pepita, empezó a retozar y a levantarse
un poco de manos. Yo quise calmarle, pero como extrañase las mías, y
también extrañase al jinete, despreciándole tal vez, se alborotó más y
más y empezó a dar resoplidos, a hacer corvetas y aun a dar algunos
botes; pero yo me tuve firme y sereno, mostrándole que era su amo,
castigándole con la espuela, tocándole con el látigo en el pecho y
reteniéndole por la brida. Lucero, que casi se había puesto de pie sobre
los cuartos traseros, se humilló entonces hasta doblar mansamente las
rodillas haciendo una reverencia.

La turba de curiosos, que se había agrupado alrededor, rompió en
estrepitosos aplausos. Mi padre dijo:

--¡Bien por los mozos crudos y de arrestos!

Y notando después que Currito, que no tiene otro oficio que el de
paseante, se hallaba entre el concurso, se dirigió a él con estas
palabras:

--Mira, arrastrado; mira al _teólogo_ ahora, y, en vez de burlarte,
quédate patitieso de asombro.

En efecto, Currito estaba con la boca abierta, inmóvil, verdaderamente
asombrado.

Mi triunfo fue grande y solemne, aunque impropio de mi carácter. La
inconveniencia de este triunfo me infundió vergüenza. El rubor coloró
mis mejillas. Debí ponerme encendido como la grana, y más aún cuando
advertí que Pepita me aplaudía y me saludaba cariñosa, sonriendo y
agitando sus lindas manos.

En fin, he ganado la patente de hombre recio y de jinete de primera
calidad.

Mi padre no puede estar más satisfecho y orondo; asegura que está
completando mi educación; que usted le ha enviado en mí un libro muy
sabio, pero en borrador y desencuadernado, y que él está poniéndome en
limpio y encuadernándome.

El tresillo, si es parte de la encuadernación y de la limpieza, también
está ya aprendido.

Dos noches he jugado con Pepita.

La noche que siguió a mi hazaña ecuestre, Pepita me recibió
entusiasmada, e hizo lo que nunca había querido ni se había atrevido a
hacer conmigo: me alargó la mano.

No crea Vd. que no recordé lo que recomiendan tantos y tantos moralistas
y ascetas; pero, allá en mi mente, pensé que exageraban el peligro.
Aquello del Espíritu Santo de que el que echa mano a una mujer se expone
como si cogiera un escorpión, me pareció dicho en otro sentido. Sin duda
que en los libros devotos, con la más sana intención, se interpretan
harto duramente ciertas frases y sentencias de la Escritura. ¿Cómo
entender, si no, que la hermosura de la mujer, obra tan perfecta de
Dios, es causa de perdición siempre? ¿Cómo entender tampoco, en sentido
general y constante, que la mujer es más amarga que la muerte? ¿Cómo
entender que el que toca a una mujer, en toda ocasión y con cualquier
pensamiento que sea, no saldrá sin mancha?

En fin, yo respondí rápidamente dentro de mi alma a estos y otros
avisos, y tomé la mano que Pepita cariñosamente me alargaba y la
estreché en la mía. La suavidad de aquella mano me hizo comprender mejor
su delicadeza y primor, que hasta entonces no conocía sino por los ojos.

Según los usos del siglo, dada ya la mano una vez, la debe uno dar
siempre, cuando llega y cuando se despide. Espero que en esta ceremonia,
en esta prueba de amistad, en esta manifestación de afecto, si se
procede con pureza y sin el menor átomo de livianidad, no verá Vd. nada
malo ni peligroso.

Como mi padre tiene que estar muchas noches con el aperador y con otra
gente de campo, y hasta las diez y media o las once suele no verse libre
yo le sustituyo en la mesa del tresillo al lado de Pepita. El señor
vicario y el escribano son casi siempre los otros tercios. Jugamos a
décimo de real, de modo que un duro o dos es lo más que se atraviesa en
la partida.

Mediando, como media, tan poco interés en el juego, lo interrumpimos
continuamente con agradables conversaciones y hasta con discusiones
sobre puntos extraños al mismo juego, en todo lo cual demuestra siempre
Pepita una lucidez de entendimiento, una viveza de imaginación y una tan
extraordinaria gracia en el decir, que no pueden menos de maravillarme.

No hallo motivo suficiente para variar de opinión respecto a lo que ya
he dicho a Vd. contestando a sus recelos de que Pepita puede sentir
cierta inclinación hacia mí. Me trata con el afecto natural que debe
tener al hijo de su pretendiente D. Pedro de Vargas, y con la timidez y
encogimiento que inspira un hombre en mis circunstancias; que no es
sacerdote aún, pero que pronto va a serlo.

Quiero y debo, no obstante, decir a Vd., ya que le escribo siempre como
si estuviese de rodillas delante de Vd. a los pies del confesionario,
una rápida impresión que he sentido dos o tres veces; algo que tal vez
sea una alucinación o un delirio, pero que he notado.

Ya he dicho a Vd. en otras cartas que los ojos de Pepita, verdes como
los de Circe, tienen un mirar tranquilo y honestísimo. Se diría que ella
ignora el poder de sus ojos y no sabe que sirven más que para ver.
Cuando fija en alguien la vista, es tan clara, franca y pura la dulce
luz de su mirada, que, en vez de hacer nacer ninguna mala idea, parece
que crea pensamientos limpios; que deja en reposo grato a las almas
inocentes y castas, y mata y destruye todo incentivo en las almas que no
lo son. Nada de pasión ardiente, nada de fuego hay en los ojos de
Pepita. Como la tibia luz de la luna es el rayo de su mirada.

Pues bien, a pesar de esto, yo he creído notar dos o tres veces un
resplandor instantáneo, un relámpago, una llama fugaz devoradora en
aquellos ojos que se posaban en mí. ¿Será vanidad ridícula sugerida por
el mismo demonio?

Me parece que sí: quiero creer y creo que sí.

Lo rápido, lo fugitivo de la impresión, me induce a conjeturar que no ha
tenido nunca realidad extrínseca; que ha sido ensueño mío.

La calma del cielo, el frío de la indiferencia amorosa, si bien templado
por la dulzura de la amistad y de la caridad, es lo que descubro siempre
en los ojos de Pepita.

Me atormenta, no obstante, este ensueño, esta alucinación de la mirada
extraña y ardiente.

Mi padre dice que no son los hombres sino las mujeres las que toman la
iniciativa, y que la toman sin responsabilidad, y pudiendo negar y
volverse atrás cuando quieren. Según mi padre, la mujer es quien se
declara por medio de miradas fugaces, que ella misma niega más tarde a
su propia conciencia si es menester, y de las cuales, más que leer,
logra el hombre a quien van dirigidas adivinar el significado. De esta
suerte, casi por medio de una conmoción eléctrica, casi por medio de una
sutilísima e inexplicable intuición se percata el que es amado de que es
amado, y luego, cuando se resuelve a hablar, va ya sobre seguro y con
plena confianza de la correspondencia.

¿Quién sabe si estas teorías de mi padre, oídas por mí, porque no puedo
menos de oírlas, son las que me han calentado la cabeza y me han hecho
imaginar lo que no hay?

De todos modos, me digo a veces, ¿sería tan absurdo, tan imposible que
lo hubiera? Y si lo hubiera, si yo agradase a Pepita de otro modo que
como amigo, si la mujer a quien mi padre pretende se prendase de mí, ¿no
sería espantosa mi situación?

Desechemos estos temores fraguados sin duda por la vanidad. No hagamos
de Pepita una Fedra y de mí un Hipólito.

Lo que sí empieza a sorprenderme es el descuido y plena seguridad de mi
padre.



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