20000 Free eBooks
Library for Free Download eBooks and Read Online

Your last book:

You dont read books at this site.

Total books at library:
about 20000

You can read online and download ebooks for free!

Ebooks by authors: A B C D E F G H I J K L M N O P Q R S T U V W X Y Z 
Valera, Juan / Pepita Jiménez
Produced by Chuck Greif





Pepita Jiménez

Por

Juan Valera

J. Noguera a cargo de M. Martínez

Madrid, España

1874

El señor deán de la catedral de..., muerto pocos años ha, dejó entre sus
papeles un legajo, que, rodando de unas manos en otras, ha venido a dar
en las mías, sin que, por extraña fortuna, se haya perdido uno solo de
los documentos de que constaba. El rótulo del legajo es la sentencia
latina que me sirve de epígrafe, sin el nombre de mujer que yo le doy
por título ahora; y tal vez este rótulo haya contribuido a que los
papeles se conserven, pues creyéndolos cosa de sermón o de teología,
nadie se movió antes que yo a desatar el balduque ni a leer una sola
página.

Contiene el legajo tres partes. La primera dice: _Cartas de mi Sobrino_;
la segunda, _Paralipómenos_; y la tercera, _Epílogo_.
_Cartas de mi hermano_.

Todo ello está escrito de una misma letra, que se puede inferir fuese la
del señor deán. Y como el conjunto forma algo a modo de novela, si bien
con poco o ningún enredo, yo imaginé en un principio que tal vez el
señor deán quiso ejercitar su ingenio componiéndola en algunos ratos de
ocio; pero, mirado el asunto con más detención y, notando la natural
sencillez del estilo, me inclino a creer ahora que no hay tal novela,
sino que las cartas son copia de verdaderas cartas, que el señor deán
rasgó, quemó o devolvió a sus dueños, y que la parte narrativa,
designada con el título bíblico de _Paralipómenos_, es la sola obra del
señor deán, a fin de completar el cuadro con sucesos que las cartas no
refieren.

De cualquier modo que sea, confieso que no me ha cansado, antes bien me
ha interesado casi la lectura de estos papeles; y como en el día se
publica todo, he decidido publicarlos también, sin más averiguaciones,
mudando sólo los nombres propios, para que, si viven los que con ellos
se designan, no se vean en novela sin quererlo ni permitirlo.

Las cartas que la primera parte contiene parecen escritas por un joven
de pocos años, con algún conocimiento teórico, pero con ninguna práctica
de las cosas del mundo, educado al lado del señor deán, su tío, y en el
Seminario, y con gran fervor religioso y empeño decidido de ser
sacerdote.

A este joven llamaremos D. Luis de Vargas.

El mencionado _manuscrito_, fielmente trasladado a la estampa, es como
sigue.




-I-

Cartas de mi sobrino

* * * * *

_22 de Marzo_.

Querido tío y venerado maestro: Hace cuatro días que llegué con toda
felicidad a este lugar de mi nacimiento, donde he hallado bien de salud
a mi padre, al señor vicario y a los amigos y parientes. El contento de
verlos y de hablar con ellos, después de tantos años de ausencia, me ha
embargado el ánimo y me ha robado el tiempo, de suerte que hasta ahora
no he podido escribir a Vd.

Vd. me lo perdonará.

Como salí de aquí tan niño y he vuelto hecho un hombre, es singular la
impresión que me causan todos estos objetos que guardaba en la memoria.
Todo me parece más chico, mucho más chico; pero también más bonito que
el recuerdo que tenía. La casa de mi padre, que en mi imaginación era
inmensa, es sin duda una gran casa de un rico labrador; pero más pequeña
que el Seminario. Lo que ahora comprendo y estimo mejor es el campo de
por aquí. Las huertas, sobre todo, son deliciosas. ¡Qué sendas tan
lindas hay entre ellas! A un lado, y tal vez a ambos, corre el agua
cristalina con grato murmullo. Las orillas de las acequias están
cubiertas de yerbas olorosas y de flores de mil clases. En un instante
puede uno coger un gran ramo de violetas. Dan sombra a estas sendas
pomposos y gigantescos nogales, higueras y otros árboles, y forman los
vallados la zarzamora, el rosal, el granado y la madreselva.

Es portentosa la multitud de pajarillos que alegran estos campos y
alamedas.

Yo estoy encantado con las huertas, y todas las tardes me paseo por
ellas un par de horas.

Mi padre quiere llevarme a ver sus olivares, sus viñas, sus cortijos;
pero nada de esto hemos visto aún. No he salido del lugar y de las
amenas huertas que le circundan.

Es verdad que no me dejan parar con tanta visita.

Hasta cinco mujeres han venido a verme que todas han sido mis amas y me
han abrazado y besado.

Todos me llaman Luisito o el niño de D. Pedro, aunque tengo ya veintidós
años cumplidos. Todos preguntan a mi padre por el niño, cuando no estoy
presente.

Se me figura que son inútiles los libros que he traído para leer, pues
ni un instante me dejan solo.

La dignidad de cacique, que yo creía cosa de broma, es cosa harto seria.
Mi padre es el cacique del lugar.

Apenas hay aquí quien acierte a comprender lo que llaman mi manía de
hacerme clérigo, y esta buena gente me dice con un candor selvático que
debo ahorcar los hábitos, que el ser clérigo está bien para los
pobretones; pero que yo, soy un rico heredero, debo casarme y consolar
la vejez de mi padre, dándole media docena de hermosos y robustos
nietos.

Para adularme y adular a mi padre, dicen hombres y mujeres que soy un
real mozo, muy salado, que tengo mucho ángel, que mis ojos son muy
pícaros, y otras sandeces que me afligen, disgustan y avergüenzan, a
pesar de que no soy tímido y conozco las miserias y locuras de esta
vida, para no escandalizarme ni asustarme de nada.

El único defecto que hallan en mí es el de que estoy muy delgadito, a
fuerza de estudiar. Para que engorde se proponen no dejarme estudiar ni
leer un papel mientras aquí permanezca, y además hacerme comer cuantos
primores de cocina y de repostería se confeccionan en el lugar. Está
visto: quieren cebarme. No hay familia conocida que no me haya enviado
algún obsequio. Ya me envían una torta de bizcocho, ya un cuajado, ya
una pirámide de piñonate, ya un tarro de almíbar.

Los obsequios que me hacen no son sólo estos presentes enviados a casa,
sino que también me han convidado a comer tres o cuatro personas de las
más importantes del lugar.

Mañana como en casa de la famosa Pepita Jiménez, de quien Vd. habrá oído
hablar sin duda alguna. Nadie ignora aquí que mi padre la pretende.

Mi padre, a pesar de sus cincuenta y cinco años, está tan bien que puede
poner envidia a los más gallardos mozos del lugar. Tiene además el
atractivo poderoso, irresistible para algunas mujeres, de sus pasadas
conquistas, de su celebridad, de haber sido una especie de D. Juan
Tenorio.

No conozco aún a Pepita Jiménez. Todos dicen que es muy linda. Yo
sospecho que será una beldad lugareña y algo rústica. Por lo que de ella
se cuenta, no acierto a decidir si es buena o mala moralmente; pero sí
que es de gran despejo natural. Pepita tendrá veinte años; es viuda;
sólo tres años estuvo casada. Era hija de doña Francisca Gálvez, viuda,
como Vd. sabe, de un capitán retirado

_Que le dejó a su muerte_
_Sólo su honrosa espada por herencia_,

según dice el poeta. Hasta la edad de diez y seis años vivió Pepita con
su madre en la mayor estrechez, casi en la miseria.

Tenía un tío llamado D. Gumersindo, poseedor de un mezquinísimo
mayorazgo, de aquellos que en tiempos antiguos una vanidad absurda
fundaba. Cualquier persona regular hubiera vivido con las rentas de este
mayorazgo en continuos apuros, llena tal vez de trampas y sin acertar a
darse el lustre y decoro propios de su clase; pero D. Gumersindo era un
ser extraordinario: el genio de la economía. No se podía decir que
crease riqueza; pero tenía una extraordinaria facultad de absorción con
respecto a la de los otros, y en punto a consumirla, será difícil hallar
sobre la tierra persona alguna en cuyo mantenimiento, conservación y
bienestar hayan tenido menos que afanarse la madre naturaleza y la
industria humana. No se sabe cómo vivió; pero el caso es que vivió hasta
la edad de ochenta años, ahorrando sus rentas íntegras y haciendo crecer
su capital por medio de préstamos muy sobre seguro. Nadie por aquí le
critica de usurero, antes bien le califican de caritativo, porque siendo
moderado en todo, hasta en la usura lo era, y no solía llevar más de un
10 por 100 al año, mientras que en toda esta comarca llevan un 20 y
hasta un 30 por 100, y aún parece poco.

Con este arreglo, con esta industria, y con el ánimo consagrado siempre
a aumentar y a no disminuir sus bienes, sin permitirse el lujo de
casarse, ni de tener hijos, ni de fumar siquiera, llegó D. Gumersindo a
la edad que he dicho, siendo poseedor de un capital, importante sin duda
en cualquier punto, y aquí considerado enorme, merced a la pobreza de
estos lugareños y a la natural exageración andaluza.

D. Gumersindo, muy aseado y cuidadoso de su persona, era un viejo que no
inspiraba repugnancia. Las prendas de su sencillo vestuario estaban algo
raídas, pero sin una mancha y saltando de limpias, aunque de tiempo
inmemorial se le conocía la misma capa, el mismo chaquetón y los mismos
pantalones y chaleco. A veces se interrogaban en balde las gentes unas a
otras a ver si alguien le había visto estrenar una prenda.

Con todos estos defectos, que aquí y en otras partes muchos consideran
virtudes, aunque virtudes exageradas, D. Gumersindo tenía excelentes
cualidades: era afable, servicial, compasivo, y se desvivía por
complacer y ser útil a todo el mundo aunque le costase trabajo, desvelos
y fatiga, con tal de que no le costase un real. Alegre y amigo de
chanzas y de burlas, se hallaba en todas las reuniones y fiestas, cuando
no eran a escote, y las regocijaba con la amenidad de su trato y con su
discreta aunque poco ática conversación. Nunca había tenido inclinación
alguna amorosa a una mujer determinada; pero inocentemente, sin malicia,
gustaba de todas y era el viejo más amigo de requebrar a las muchachas y
que más las hiciese reír que había en diez leguas a la redonda.

Ya he dicho que era tío de la Pepita. Cuando frisaba en los ochenta
años, iba ella a cumplir los diez y seis. Él era poderoso; ella pobre y
desvalida.

La madre de ella era una mujer vulgar, de cortas luces y de instintos
groseros. Adoraba a su hija, pero continuamente y con honda amargura se
lamentaba de los sacrificios que por ella hacía, de las privaciones que
sufría y de la desconsolada vejez y triste muerte que iba a tener en
medio de tanta pobreza. Tenía además un hijo mayor que Pepita, que había
sido gran calavera en el lugar, jugador y pendenciero, a quien después
de muchos disgustos, había logrado colocar en la Habana en un empleíllo
de mala muerte, viéndose así libre de él y con el charco de por medio.
Sin embargo, a los pocos años de estar en la Habana el muchacho, su mala
conducta hizo que le dejaran cesante, y asaetaba a cartas a su madre
pidiéndole dinero. La madre, que apenas tenía para sí y para Pepita, se
desesperaba, rabiaba, maldecía de sí y de su destino con paciencia poco
evangélica, y cifraba toda su esperanza en una buena colocación para su
hija que la sacase de apuros.

En tan angustiosa situación, empezó D. Gumersindo a frecuentar la casa
de Pepita y de su madre y a requebrar a Pepita con más ahínco y
persistencia que solía requebrar a otras. Era, con todo, tan inverosímil
y tan desatinado el suponer que un hombre, que había pasado ochenta años
sin querer casarse, pensase en tal locura cuando ya tenía un pie en el
sepulcro, que ni la madre de Pepita, ni Pepita mucho menos, sospecharon
jamás los en verdad atrevidos pensamientos de D. Gumersindo. Así es que
un día ambas se quedaron atónitas y pasmadas cuando, después de varios
requiebros, entre burlas y veras, D. Gumersindo soltó con la mayor
formalidad y a boca de jarro la siguiente categórica pregunta:

--Muchacha, ¿quieres casarte conmigo?

Pepita, aunque la pregunta venía después de mucha broma, y pudiera
tomarse por broma, y aunque inexperta de las cosas del mundo, por cierto
instinto adivinatorio que hay en las mujeres y sobre todo en las mozas,
por cándidas que sean, conoció que aquello iba por lo serio, se puso
colorada como una guinda, y no contestó nada. La madre contestó por
ella:

--Niña, no seas mal criada; contesta a tu tío lo que debes contestar:
Tío, con mucho gusto; cuando Vd. quiera.

_Este Tío, con mucho gusto_; _cuando Vd. quiera_, entonces, y varias veces
después, dicen que salió casi mecánicamente de entre los trémulos labios
de Pepita, cediendo a las amonestaciones, a los discursos, a las quejas
y hasta al mandato imperioso de su madre.

Veo que me extiendo demasiado en hablar a Vd. de esta Pepita Jiménez y
de su historia; pero me interesa y supongo que debe interesarle, pues si
es cierto lo que aquí aseguran, va a ser cuñada de Vd. y madrastra mía.
Procuraré, sin embargo, no detenerme en pormenores y referir en resumen
cosas que acaso Vd. ya sepa, aunque hace tiempo que falta de aquí.

Pepita Jiménez se casó con D. Gumersindo. La envidia se desencadenó
contra ella en los días que precedieron a la boda y algunos meses
después.

En efecto, el valor moral de este matrimonio es harto discutible; mas
para la muchacha, si se atiende a los ruegos de su madre, a sus quejas,
hasta a su mandato; si se atiende a que ella creía por este medio
proporcionar a su madre una vejez descansada y libertar a su hermano de
la deshonra y de la infamia, siendo su ángel tutelar y su Providencia,
fuerza es confesar que merece atenuación la censura. Por otra parte,
¿cómo penetrar en lo íntimo del corazón, en el secreto escondido de la
mente juvenil de una doncella, criada tal vez con recogimiento exquisito
e ignorante de todo, y saber qué idea podía ella formarse del
matrimonio? Tal vez entendió que casarse con aquel viejo era consagrar
su vida a cuidarle, a ser su enfermera, a dulcificar los últimos años de
su vida, a no dejarle en soledad y abandono, cercado sólo de achaques y
asistido por manos mercenarias, y a iluminar y dorar, por último, sus
postrimerías con el rayo esplendente y suave de su hermosura y de su
juventud, como ángel que toma forma humana. Si algo de esto o todo esto
pensó la muchacha, y en su inocencia no penetró en otros misterios,
salva queda la bondad de lo que hizo.

Como quiera que sea, dejando a un lado estas investigaciones
psicológicas que no tengo derecho a hacer, pues no conozco a Pepita
Jiménez, es lo cierto que ella vivió en santa paz con el viejo durante
tres años; que el viejo parecía más feliz que nunca; que ella le cuidaba
y regalaba con un esmero admirable, y que en su última y penosa
enfermedad le atendió y veló con infatigable y tierno afecto, hasta que
el viejo murió en sus brazos dejándola heredera de una gran fortuna.

Aunque hace más de dos años que perdió a su madre, y más de año y medio
que enviudó, Pepita lleva aún luto de viuda. Su compostura, su vivir
retirado y su melancolía son tales, que cualquiera pensaría que llora la
muerte del marido como si hubiera sido un hermoso mancebo. Tal vez
alguien presume o sospecha que la soberbia de Pepita y el conocimiento
cierto que tiene hoy de los poco poéticos medios con que se ha hecho
rica, traen su conciencia alterada y más que escrupulosa; y que,
avergonzada a sus propios ojos y a los de los hombres, busca en la
austeridad y en el retiro el consuelo y reparo a la herida de su
corazón.

Aquí, como en todas partes, la gente es muy aficionada al dinero. Y digo
mal _como en todas partes_: en las ciudades populosas, en los grandes
centros de civilización, hay otras distinciones que se ambicionan tanto
o más que el dinero, porque abren camino y dan crédito y consideración
en el mundo; pero en los pueblos pequeños, donde ni la gloria literaria
o científica, ni tal vez la distinción en los modales, ni la elegancia,
ni la discreción y amenidad en el trato, suelen estimarse ni
comprenderse, no hay otros grados que marquen la jerarquía social sino
el tener más o menos dinero o cosa que lo valga. Pepita, pues, con
dinero y siendo además hermosa, y haciendo, como dicen todos, buen uso
de su riqueza, se ve en el día considerada y respetada
extraordinariamente. De este pueblo y de todos los de las cercanías han
acudido a pretenderla los más brillantes partidos, los mozos mejor
acomodados. Pero, a lo que parece, ella los desdeña a todos con
extremada dulzura, procurando no hacerse ningún enemigo, y se supone que
tiene llena el alma de la más ardiente devoción y que su constante
pensamiento es consagrar su vida a ejercicios de caridad y de piedad
religiosa.

Mi padre no está más adelantado ni ha salido mejor librado, según dicen,
que los demás pretendientes; pero Pepita, para cumplir el refrán de que
no quita lo cortés a lo valiente, se esmera en mostrarle la amistad más
franca, afectuosa y desinteresada. Se deshace con él en obsequios y
atenciones; y, siempre que mi padre trata de hablarle de amor, le pone a
raya echándole un sermón dulcísimo, trayéndole a la memoria sus pasadas
culpas y tratando de desengañarle del mundo y de sus pompas vanas.

Confieso a Vd. que empiezo a tener curiosidad de conocer a esta mujer;
tanto oigo hablar de ella. No creo que mi curiosidad carezca de
fundamento, tenga nada de vano ni de pecaminoso; yo mismo siento lo que
dice Pepita; yo mismo deseo que mi padre, en su edad provecta, venga a
mejor vida, olvide y no renueve las agitaciones y pasiones de su
mocedad, y llegue a una vejez tranquila, dichosa y honrada. Sólo difiero
del sentir de Pepita en una cosa; en creer que mi padre, mejor que
quedándose soltero, conseguiría esto casándose con una mujer digna,
buena y que le quisiese. Por esto mismo deseo conocer a Pepita y ver si
ella puede ser esta mujer, pesándome ya algo, y tal vez entre en esto
cierto orgullo de familia, que si es malo quisiera desechar, los
desdenes, aunque melifluos y afectuosos, de la mencionada joven viuda.

Si tuviera yo otra condición, preferiría que mi padre se quedase
soltero. Hijo único entonces, heredaría todas sus riquezas, y, como si
dijéramos, nada menos que el cacicato de este lugar; pero Vd. sabe bien
lo firme de mi resolución.

Aunque indigno y humilde, me siento llamado al sacerdocio, y los bienes
de la tierra hacen poca mella en mi ánimo. Si hay algo en mí del ardor
de la juventud y de la vehemencia de las pasiones propias de dicha edad,
todo habrá de emplearse en dar pábulo a una caridad activa y fecunda.
Hasta los muchos libros que Vd. me ha dado a leer y mi conocimiento de
la historia de las antiguas civilizaciones de los pueblos del Asia unen
en mí la curiosidad científica al deseo de propagar la fe, y me convidan
y excitan a irme de misionero al remoto Oriente. Yo creo que, no bien
salga de este lugar, donde Vd. mismo me envía a pasar algún tiempo con
mi padre, y no bien me vea elevado a la dignidad del sacerdocio, y
aunque ignorante y pecador como soy, me sienta revestido por don
sobrenatural y gratuito, merced a la soberana bondad del Altísimo, de la
facultad de perdonar los pecados y de la misión de enseñar a las gentes,
y reciba el perpetuo y milagroso favor de traer a mis manos impuras al
mismo Dios humanado, dejaré a España y me iré a tierras distantes a
predicar el Evangelio.

No me mueve vanidad alguna; no quiero creerme superior a ningún otro
hombre. El poder de mi fe, la constancia de que me siento capaz, todo,
después del favor y de la gracia de Dios, se lo debo a la atinada
educación, a la santa enseñanza y al buen ejemplo de Vd., mi querido
tío.

Casi no me atrevo a confesarme a mí mismo una cosa; pero contra mi
voluntad esta cosa, este pensamiento, esta cavilación, acude a mi mente
con frecuencia, y ya que acude a mi mente, quiero, debo confesársela a
Vd.; no me es lícito ocultarle ni mis más recónditos e involuntarios
pensamientos. Vd. me ha enseñado a analizar lo que el alma siente, a
buscar su origen bueno o malo, a escudriñar los más hondos senos del
corazón, a hacer, en suma, un escrupuloso examen de conciencia.

He pensado muchas veces sobre dos métodos opuestos de educación: el de
aquéllos que procuran conservar la inocencia, confundiendo la inocencia
con la ignorancia y creyendo que el mal no conocido se evita mejor que
el conocido, y el de aquéllos que, valerosamente y no bien llegado el
discípulo a la edad de la razón, y salva la delicadeza del pudor, le
muestran el mal en toda su fealdad horrible y en toda su espantosa
desnudez, a fin de que le aborrezca y le evite. Yo entiendo que el mal
debe conocerse para estimar mejor la infinita bondad divina, término
ideal e inasequible de todo bien nacido deseo. Yo agradezco a Vd. que me
haya hecho conocer, como dice la Escritura, con la miel y la manteca de
su enseñanza, todo lo malo y todo lo bueno, a fin de reprobar lo uno y
aspirar a lo otro, con discreto ahínco y con pleno conocimiento de
causa. Me alegro de no ser cándido, y de ir derecho a la virtud, y en
cuanto cabe en lo humano, a la perfección, sabedor de todas las
tribulaciones, de todas las asperezas que hay en la peregrinación que
debemos hacer por este valle de lágrimas, y no ignorando tampoco lo
llano, lo fácil, lo dulce, lo sembrado de flores que está, en
apariencia, el camino que conduce a la perdición y a la muerte eterna.

Otra cosa que me considero obligado a agradecer a Vd., es la
indulgencia, la tolerancia, aunque no complaciente y relajada, sino
severa y grave, que ha sabido Vd. inspirarme para con las faltas y
pecados del prójimo.

Digo todo esto porque quiero hablar a Vd. de un asunto tan delicado, tan
vidrioso, que apenas hallo términos con que expresarle. En resolución,
yo me pregunto a veces: este propósito mío ¿tendrá por fundamento, en
parte al menos, el carácter de mis relaciones con mi padre? En el fondo
de mi corazón, ¿he sabido perdonarle su conducta con mi pobre madre,
víctima de sus liviandades?

Lo examino detenidamente y no hallo un átomo de rencor en mi pecho. Muy
al contrario: la gratitud le llena todo. Mi padre me ha criado con amor;
ha procurado honrar en mí la memoria de mi madre, y se diría que al
criarme, al cuidarme, al mimarme, al esmerarse conmigo cuando pequeño,
trataba de aplacar su irritada sombra, si la sombra, si el espíritu de
ella, que era un ángel de bondad y de mansedumbre, hubiera sido capaz de
ira. Repito, pues, que estoy lleno de gratitud hacia mi padre; él me ha
reconocido, y además, a la edad de diez años me envió con Vd., a quien
debo cuanto soy.

Si hay en mi corazón algún germen de virtud, si hay en mi mente algún
principio de ciencia; si hay en mi voluntad algún honrado y buen
propósito, a Vd. lo debo.

El cariño de mi padre hacia mí es extraordinario, es grande; la
estimación en que me tiene, inmensamente superior a mis merecimientos.
Acaso influya en esto la vanidad. En el amor paterno hay algo de
egoísta; es como una prolongación del egoísmo. Todo mi valer, si yo le
tuviese, mi padre le consideraría como creación suya, como si yo fuera
emanación de su personalidad, así en el cuerpo como en el espíritu. Pero
de todos modos, creo que él me quiere y que hay en este cariño algo de
independiente y de superior a todo ese disculpable egoísmo de que he
hablado.

Siento un gran consuelo, una gran tranquilidad en mi conciencia, y doy
por ello las más fervientes gracias a Dios, cuando advierto y noto que
la fuerza de la sangre, el vínculo de la naturaleza, ese misterioso lazo
que nos une, me lleva, sin ninguna consideración del deber, a amar a mi
padre y a reverenciarle. Sería horrible, no amarle así y esforzarse por
amarle para cumplir con un mandamiento divino. Sin embargo, y aquí
vuelve mi escrúpulo: mi propósito de ser clérigo o fraile, de no aceptar
o de aceptar sólo una pequeña parte de los cuantiosos bienes que han de
tocarme por herencia y de los cuales puedo disfrutar ya en vida de mi
padre, ¿proviene sólo de mi menosprecio de las cosas del mundo, de una
verdadera vocación a la vida religiosa, o proviene también de orgullo,
de rencor escondido, de queja, de algo que hay en mí que no perdona lo
que mi madre perdonó con generosidad sublime? Esta duda me asalta y me
atormenta a veces; pero casi siempre la resuelvo en mi favor, y creo que
no soy orgulloso con mi padre; creo que yo aceptaría todo cuanto tiene
si lo necesitara; y me complazco en ser tan agradecido con él por lo
poco como por lo mucho.

Adiós tío: en adelante escribiré a Vd. a menudo y tan por extenso como
me tiene encargado, si bien no tanto como hoy, para no pecar de prolijo.

* * * * *

_28 de Marzo_.

Me voy cansando de mi residencia en este lugar, y cada día siento más
deseo de volverme con Vd. y de recibir las órdenes; pero mi padre quiere
acompañarme, quiere estar presente en esa gran solemnidad y exige de mí
que permanezca aquí con él dos meses por lo menos. Está tan afable, tan
cariñoso conmigo, que sería imposible no darle gusto en todo.
Permaneceré, pues, aquí el tiempo que él quiera. Para complacerle, me
violento y procuro aparentar que me gustan las diversiones de aquí, las
giras campestres y hasta la caza, a todo lo cual le acompaño. Procuro
mostrarme más alegre y bullicioso de lo que naturalmente soy. Como en el
pueblo, medio de burla, medio en son de elogio, me llaman el santo, yo
por modestia trato de disimular estas apariencias de santidad o de
suavizarlas y humanarlas con la virtud de la eutropelia, ostentando una
alegría serena y decente, la cual nunca estuvo reñida ni con la santidad
ni con los santos. Confieso, con todo, que las bromas y fiestas de aquí,
que los chistes groseros y que el regocijo estruendoso me cansan. No
quisiera incurrir en murmuración ni ser maldiciente, aunque sea con todo
sigilo y de mí para Vd.; pero a menudo me doy a pensar que tal vez sería
más difícil empresa el moralizar y evangelizar un poco a estas gentes, y
más lógica y meritoria, que el irse a la India, a la Persia o la China,
dejándose atrás a tanto compatriota, si no perdido, algo pervertido.
¡Quién sabe! Dicen algunos que las ideas modernas, que el materialismo y
la incredulidad tienen la culpa de todo; pero si la tienen, pero si
obran tan malos efectos, ha de ser de un modo extraño, mágico,
diabólico, y no por medios naturales, pues es lo cierto que nadie lee
aquí libro alguno ni bueno ni malo, por donde no atino a comprender cómo
puedan pervertirse con las malas doctrinas que privan ahora. ¿Estarán en
el aire las malas doctrinas, a modo de miasmas de una epidemia? Acaso (y
siento tener este mal pensamiento, que a Vd. sólo declaro), acaso tenga
la culpa el mismo clero. ¿Está en España a la altura de su misión? ¿Va a
enseñar y a moralizar en los pueblos? ¿En todos sus individuos es capaz
de esto? ¿Hay verdadera vocación en los que se consagran a la vida
religiosa y a la cura de almas, o es sólo un modo de vivir como otro
cualquiera, con la diferencia de que hoy no se dedican a él sino los más
menesterosos, los más sin esperanzas y sin medios, por lo mismo que esta
_carrera_ ofrece menos porvenir que cualquiera otra? Sea como sea, la
escasez de sacerdotes instruidos y virtuosos excita más en mí el deseo
de ser sacerdote. No quisiera yo que el amor propio me engañase;
reconozco todos mis defectos; pero siento en mí una verdadera vocación y
muchos de ellos podrán enmendarse con el auxilio divino.

Hace tres días tuvimos el convite, del que hablé a Vd., en casa de
Pepita Jiménez. Como esta mujer vive tan retirada, no la conocí hasta el
día del convite: me pareció, en efecto, tan bonita como dice la fama, y
advertí que tiene con mi padre una afabilidad tan grande que le da
alguna esperanza, al menos miradas las cosas someramente, de que al cabo
ceda y acepte su mano.

Como es posible que sea mi madrastra, la he mirado con detención y me
parece una mujer singular, cuyas condiciones morales no atino a
determinar con certidumbre. Hay en ella un sosiego, una paz exterior,
que puede provenir de frialdad de espíritu y de corazón, de estar muy
sobre sí y de calcularlo todo, sintiendo poco o nada, y pudiera provenir
también de otras prendas que hubiera en su alma; de la tranquilidad de
su conciencia, de la pureza de sus aspiraciones y del pensamiento de
cumplir en esta vida con los deberes que la sociedad impone, fijando la
mente, como término, en esperanzas más altas. Ello es lo cierto, que o
bien porque en esta mujer todo es cálculo, sin elevarse su mente a
superiores esferas, o bien porque enlaza la prosa del vivir y la poesía
de sus ensueños en una perfecta armonía, no hay en ella nada que
desentone del cuadro general en que está colocada, y sin embargo, posee
una distinción natural que la levanta y separa de cuanto la rodea. No
afecta vestir traje aldeano, ni se viste tampoco según la moda de las
ciudades; mezcla ambos estilos en su vestir, de modo que parece una
señora, pero una señora de lugar. Disimula mucho, a lo que yo presumo,
el cuidado que tiene de su persona; no se advierten en ella ni
cosméticos ni afeites; pero la blancura de sus manos, las uñas tan bien
cuidadas y acicaladas, y todo el aseo y pulcritud con que está vestida,
denotan que cuida de estas cosas más de lo que se pudiera creerse en una
persona que vive en un pueblo y que además dicen que desdeña las
vanidades del mundo y sólo piensa en las cosas del cielo.

Tiene la casa limpísima y todo en un orden perfecto. Los muebles no son
artísticos ni elegantes; pero tampoco se advierte en ellos nada
pretencioso y de mal gusto. Para poetizar su estancia, tanto en el patio
como en las salas y galerías, hay multitud de flores y plantas. No
tiene, en verdad, ninguna planta rara ni ninguna flor exótica; pero sus
plantas y sus flores, de lo más común que hay por aquí, están cuidadas
con extraordinario mimo.

Varios canarios en jaulas doradas animan con sus trinos toda la casa. Se
conoce que el dueño de ella necesita seres vivos en quien poner algún
cariño; y, a más de algunas criadas, que se diría que ha elegido con
empeño, pues no puede ser mera casualidad el que sean todas bonitas,
tiene, como las viejas solteronas, varios animales que le hacen
compañía: un loro, una perrita de lanas muy lavada y dos o tres gatos,
tan mansos y sociables, que se le ponen a uno encima.

En un extremo de la sala principal hay algo como oratorio, donde
resplandece un niño Jesús de talla, blanco y rubio, con ojos azules y
bastante guapo. Su vestido es de raso blanco, con manto azul, lleno de
estrellitas de oro, y todo él está cubierto de dijes y de joyas. El
altarito en que está el niño Jesús se ve adornado de flores, y alrededor
macetas de brusco y laureola, y en el altar mismo, que tiene gradas o
escaloncitos, mucha cera ardiendo.

Al ver todo esto, no sé qué pensar; pero más a menudo me inclino a creer
que la viuda se ama a sí misma sobre todo, y que para recreo y para
efusión de este amor tiene los gatos, los canarios, las flores y al
propio niño Jesús, que en el fondo de su alma tal vez no esté muy por
encima de los canarios y de los gatos.

No se puede negar que la Pepita Jiménez es discreta: ninguna broma
tonta, ninguna pregunta impertinente sobre mi vocación y sobre las
órdenes que voy a recibir dentro de poco, han salido de sus labios.
Habló conmigo de las cosas del lugar, de la labranza, de la última
cosecha de vino y de aceite y del modo de mejorar la elaboración del
vino; todo ello con modestia y naturalidad, sin mostrar deseo de pasar
por muy entendida.

Mi padre estuvo finísimo; parecía remozado, y sus extremos cuidadosos
hacia la dama de sus pensamientos eran recibidos, si no con amor, con
gratitud.

Asistieron al convite el médico, el escribano y el señor vicario, grande
amigo de la casa y padre espiritual de Pepita.

El señor vicario debe de tener un alto concepto de ella, porque varias
veces me habló aparte de su caridad, de las muchas limosnas que hacía,
de lo compasiva y buena que era para todo el mundo; en suma, me dijo que
era una santa.

Oído el señor vicario y fiándome en su juicio, yo no puedo menos de
desear que mi padre se case con la Pepita. Como mi padre no es a
propósito para hacer vida penitente, éste sería el único modo de que
cambiase su vida, tan agitada y tempestuosa hasta aquí, y de que viniese
a parar a un término, si no ejemplar, ordenado y pacífico.

Cuando nos retiramos de casa de Pepita Jiménez y volvimos a la nuestra,
mi padre me habló resueltamente de su proyecto: me dijo que él había
sido un gran calavera, que había llevado una vida muy mala y que no veía
medio de enmendarse, a pesar de sus años, si aquella mujer, que era su
salvación, no le quería y se casaba con él. Dando ya por supuesto que
iba a quererle y a casarse, mi padre me habló de intereses; me dijo que
era muy rico y que me dejaría mejorado, aunque tuviese varios hijos más.
Yo le respondí que para los planes y fines de mi vida necesitaba harto
poco dinero, y que mi mayor contento sería verle dichoso con mujer e
hijos, olvidado de sus antiguos devaneos. Me habló luego mi padre de sus
esperanzas amorosas, con un candor y con una vivacidad tales, que se
diría que yo era el padre y el viejo, y él un chico de mi edad o más
joven. Para ponderarme el mérito de la novia, y la dificultad del
triunfo, me refirió las condiciones y excelencias de los quince o veinte
novios que Pepita había tenido, y que todos habían llevado calabazas. En
cuanto a él, según me explicó, hasta cierto punto las había también
llevado; pero se lisonjeaba de que no fuesen definitivas, porque Pepita
le distinguía tanto, y le mostraba tan grande afecto, que, si aquello no
era amor, pudiera fácilmente convertirse en amor con el largo trato y
con la persistente adoración que él le consagraba. Además, la causa del
desvío de Pepita tenía para mi padre un no sé qué de fantástico y de
sofístico que al cabo debía desvanecerse. Pepita no quería retirarse a
un convento ni se inclinaba a la vida penitente: a pesar de su
recogimiento y de su devoción religiosa, harto se dejaba ver que se
complacía en agradar. El aseo y el esmero de su persona poco tenían de
cenobíticos. La culpa de los desvíos de Pepita, decía mi padre, es sin
duda su orgullo, orgullo en gran parte fundado: ella es naturalmente
elegante, distinguida; es un ser superior por la voluntad y por la
inteligencia, por más que con modestia lo disimule; ¿cómo, pues, ha de
entregar su corazón a los palurdos que la han pretendido hasta ahora?
Ella imagina que su alma está llena de un místico amor de Dios, y que
sólo con Dios se satisface, porque no ha salido a su paso todavía un
mortal bastante discreto y agradable que le haga olvidar hasta a su niño
Jesús. Aunque sea inmodestia, añadía mi padre, yo me lisonjeo aún de ser
ese mortal dichoso.

Tales son, querido tío, las preocupaciones y ocupaciones de mi padre en
este pueblo, y las cosas tan extrañas para mí y tan ajenas a mis
propósitos y pensamientos de que me habla con frecuencia, y sobre las
cuales quiere que dé mi voto.

No parece sino que la excesiva indulgencia de usted para conmigo ha
hecho cundir aquí mi fama de hombre de consejo: paso por un pozo de
ciencia; todos me refieren sus cuitas y me piden que les muestre el
camino que deben seguir. Hasta el bueno del señor vicario, aun
exponiéndose a revelar algo como secretos de confesión, ha venido ya a
consultarme sobre vanos casos de conciencia que se le han presentado en
el confesionario. Mucho me ha llamado la atención uno de estos casos que
me ha sido referido por el vicario, como todos, con profundo misterio y
sin decirme el nombre de la persona interesada.

Cuenta el señor vicario, que una hija suya de confesión tiene grandes
escrúpulos, porque se siente llevada con irresistible impulso hacia la
vida solitaria y contemplativa, pero teme a veces que este fervor de
devoción no venga acompañado de una verdadera humildad, sino que en
parte le promueva y excite el mismo demonio del orgullo.

Amar a Dios sobre todas las cosas, buscarle en el centro del alma donde
está, purificarse de todas las pasiones y afecciones terrenales, para
unirse a él, son ciertamente anhelos piadosos y determinaciones buenas;
pero el escrúpulo está en saber, en calcular si nacerán o no de un amor
propio exagerado. ¿Nacerán acaso, parece que piensa la penitente, de que
yo, aunque indigna y pecadora, presumo que vale más mi alma que las
almas de mis semejantes; que la hermosura interior de mi mente y de mi
voluntad se turbaría y se empañaría con el afecto de los seres humanos
que conozco y que creo que no me merecen? ¿Amo a Dios, no sobre todas
las cosas, de un modo infinito, sino sobre lo poco conocido que desdeño,
que desestimo, que no puede llenar mi corazón? Si mi devoción tiene este
fundamento, hay en ella dos grandes faltas: la primera, que no está
cimentada en un puro amor de Dios, lleno de humildad y de caridad, sino
en el orgullo; y la segunda, que esa devoción no es firme y valedera,
sino que está en el aire, porque ¿quién asegura que no pueda el alma
olvidarse del amor a su Creador, cuando no le ama de un modo infinito,
sino porque no hay criatura a quien juzgue digna de que el amor en ella
se emplee?

Sobre este caso de conciencia, harto alambicado y sutil para que así
preocupe a una lugareña, ha venido a consultarme el padre vicario. Yo he
querido excusarme de decir nada, fundándome en mi inexperiencia y pocos
años; pero el señor vicario se ha obstinado de tal suerte, que no he
podido menos de discurrir sobre el caso. He dicho, y mucho me alegraría
de que Vd. aprobase mi parecer, que lo que importa a esta hija de
confesión atribulada, es mirar con mayor benevolencia a los hombres que
la rodean, y en vez de analizar y desentrañar sus faltas con el
escalpelo de la crítica, tratar de cubrirlas con el manto de la caridad,
haciendo resaltar todas las buenas cualidades de ellos y ponderándolas
mucho, a fin de amarlos y estimarlos; que debe esforzarse por ver en
cada ser humano un objeto digno de amor, un verdadero prójimo, un igual
suyo, un alma en cuyo fondo hay un tesoro de excelentes prendas y
virtudes, un ser hecho, en suma, a imagen y semejanza de Dios. Realzado
así cuanto nos rodea, amando y estimando a las criaturas por lo que son
y por más de lo que son, procurando no tenerse por superior a ellas en
nada, antes bien, profundizando con valor en el fondo de nuestra
conciencia para descubrir todas nuestras faltas y pecados, y adquiriendo
la santa humildad y el menosprecio de uno mismo, el corazón se sentirá
lleno de afectos humanos, y no despreciará, sino valuará en mucho el
mérito de las cosas y de las personas; de modo que, si sobre este
fundamento descuella luego, y se levanta el amor divino con invencible
pujanza, no hay ya miedo de que pueda nacer este amor de una exagerada
estimación propia, del orgullo o de un desdén injusto del prójimo, sino
que nacerá de la pura y santa consideración de la hermosura y de la
bondad infinitas.

Si, como sospecho, es Pepita Jiménez la que ha consultado al señor
vicario sobre estas dudas y tribulaciones, me parece que mi padre no
puede lisonjearse todavía de ser muy querido; pero si el vicario acierta
a darla mi consejo, y ella le acepta y pone en práctica, o vendrá a
hacerse una María de Ágreda o cosa por el estilo, o lo que es más
probable, dejará a un lado misticismos y desvíos, y se conformará y
contentará con aceptar la mano y el corazón de mi padre, que en nada es
inferior a ella.

* * * * *

_4 de Abril_.

La monotonía de mi vida en este lugar empieza a fastidiarme bastante, y
no porque la vida mía en otras partes haya sido más activa físicamente;
antes al contrario, aquí me paseo mucho, a pie y a caballo, voy al
campo, y por complacer a mi padre concurro a casinos y reuniones; en
fin, vivo como fuera de mi centro y de mi modo de ser; pero mi vida
intelectual es nula; no leo un libro ni apenas me dejan un momento para
pensar y meditar sosegadamente: y como el encanto de mi vida estribaba
en estos pensamientos y meditaciones, me parece monótona la que hago
ahora. Gracias a la paciencia, que usted me ha recomendado para todas
las ocasiones, puedo sufrirla.

Otra causa de que mi espíritu no esté completamente tranquilo es el
anhelo que cada día siento más vivo de tomar el estado a que
resueltamente me inclino desde hace años. Me parece que en estos
momentos, cuando se halla tan cercana la realización del constante sueño
de mi vida, es como una profanación distraer la mente hacia otros
objetos. Tanto me atormenta esta idea y tanto cavilo sobre ella, que mi
admiración por la belleza de las cosas creadas; por el cielo tan lleno
de estrellas en estas serenas noches de primavera, y en esta región de
Andalucía; por estos alegres campos, cubiertos ahora de verdes
sembrados, y por estas frescas y amenas huertas con tan lindas y
sombrías alamedas, con tantos mansos arroyos y acequias, con tanto lugar
apartado y esquivo, con tanto pájaro que le da música y con tantas
flores y yerbas olorosas; esta admiración y entusiasmo mío, repito, que
en otro tiempo me parecían avenirse por completo con el sentimiento
religioso que llenaba mi alma, excitándole y sublimándole en vez de
debilitarle, hoy casi me parece pecaminosa distracción e imperdonable
olvido de lo eterno por lo temporal, de lo increado y suprasensible por
lo sensible y creado.



Pages: | 1 | | 2 | | 3 | | 4 | | 5 | | 6 | | 7 | | 8 | | Next |

Library mainpage -> Valera, Juan -> Pepita Jiménez